Terminaremos sin bandera, repito. Llevo diciéndolo algunos años. Terminaremos despojados de enseña nacional como los alemanes de ejército: cuando provocas tanto lío con algo, llega el momento en que el mundo o un Dios, o qué se yo, se cansan y te castigan. Te lo quitan.
El jaleo cubano con la banderita multicolor ya pasa de castaño oscuro.
Bravatas cuando ciertos venezolanos malinformados, de esos que suelen confundir bandera con gobierno, quemaron el símbolo cubano en un arrebato de furia anticastrista. ¿Lo recuerdan? Internet -ese muro de lamentaciones y derroches de ciber-valentías- sufrió un tsunami de patriotismos de Westchester y Quito, una marea de exiliados y trotamundos y republicanos clamando, ay, que esa bandera no significa Fidel Castro. Que esa bandera, tan linda, tan olorosa, tan muchas cosas, no debía quemarse porque no significaba comunismo.
Y el mundo entendió. O más o menos. Hubo tweets y reposts y fotos de Instagram, en una nueva Vindicación de Cuba para recomponer aquella bandera carbonizada en Venezuela. Una bandera Fénix, digamos, que se volviera a juntar desde las cenizas. Lo mismo para hacer justicia que para callar de una vez la cantaleta de los cubanos indignados.
El problema es que ahora una chica cubanoamericana, rapada, confesamente liberal y bisexual, se ha colgado la misma bandera de sus padres y abuelos en un hombro, y ha aparecido bajo los reflectores del planeta pidiendo, vaya atrevimiento, que los legisladores de Estados Unidos les defiendan a los chicos su deseo de vivir. De no morir con los órganos explotados por proyectiles de AR-15.
Emma González tuvo el descaro, vaya por Dios, de pedir que se regulen las armas en un país donde solamente en escuelas, y solamente en las 12 semanas que van de 2018, ha habido 17 tiroteos. Y se atrevió a hacerlo vistiendo como suele hacerlo: con pintas andróginas, atrevidas, esta vez con un jacket verde de una marca estadounidense … y con la bandera de sus ancestros en el hombro derecho.
Comunista, lesbiana, castrista, rapada, manipuladora (no, no estoy haciendo un recuento del puñado de adjetivos que siempre lleva a mano Zoé Valdés para describir a cualquier mujer más famosa que ella), todo eso le han dicho. Sobre todo, por llevar la bandera cubana en su chaqueta.
Y ahí entonces yo me pierdo. ¿Cuando los venezolanos la queman ahí la bandera no es fidelista, pero cuando la viste y luce y exhibe con orgullo una chica descendiente de cubanos, ahí es una bandera bordada por el Comité Central?
A ver, pongámonos de acuerdo de una puñetera vez antes de que la ONU, o la OTAN, o el Tribunal de La Haya, dictaminen que deberemos quedarnos sin el jodido pedazo de tela rojiblanquiazul: la bandera cubana, ¿es un símbolo castrista, sí o no?
Porque si es un símbolo castrista convengamos entonces en que Orlando Luis Pardo Lazo tiene derecho a masturbarse con ella en fotos, y posar cubriendo sus velludas impudicias, con una de estas banderas cubanas traslúcidas por el uso de asta escolar. ¿Verdad? Y nadie se puede molestar porque, vamos, sería como molestarse en la Calle 8 porque Danilo Maldonado pasee desnudos a sus dos cerdos Fidel y Raúl.
Y si es un símbolo comunista, si representa la maldad de un sistema totalitario, y si los cubanos anticastristas abdicaron de ese símbolo y se lo sirvieron en bandeja de plata a los verdugos de la isla caribeña, ¿a qué vienen tantas banderas cubanas en Miami, lo mismo en dealers de autos que en rallies republicanos de apoyo al presidente Trump?
Mis dudas crecen a ritmo galopante: si la usa y exhibe Gente de Zona en un concierto o una recepción de premios, ahí es una bandera noble y bonita, digna de, ay, lágrimas de emoción y carne de gallina… ¿pero si la exhibe en su brazo sobreviviente de una masacre una chica tan cubanoamericana como Marco Rubio, ahí es una oda al castrismo vomitivo e infiltrador?
Yo no sé muchas cosas, es verdad -como diría el poeta León Felipe, que no usaba banderitas cubanas porque era español, aclaro- pero algo en todo esto me desconcierta. Alguien suspicaz hablaría de descaro y mala intención, y manipulación.
Alguien diría que una comunidad exiliada que lleva sesenta años lamentando la apropiación depravada de los símbolos de cubanía por parte de un gobierno tiránico, es a la última que le luce tildar de agente infiltrada a una chica que siente orgullo por el origen de su sangre, y lo exhibe ante el mundo. Sea en un concierto de rock o una marcha anti armas. Es su derecho, digo yo, ¿o los derechos solo son respetables para quienes quieren caminar Texas con su fusil AR-15 a cuestas?
Emma González no pronunció su discurso con un pullover del Ché Guevara. O una boina con estrella en la frente. Emma González no dijo Patria o Muerte Venceremos, ni mostró un tatuaje de Fidel Castro en el hombro. ¡Era la bandera cubana, por Dios! ¡Es lo mismo que si hubiera llevado un tocororo en un prendedor, o una palma real en el pecho, o un collar de Celia Cruz o un pullover de José Martí!
En 1998, ante un silente Juan Pablo II y un Raúl Castro al borde de la explosión catatónica, el sacerdote Pedro Meurice pronunció aquellas estremecedoras palabras de presentación a Su Santidad el Papa en la plaza Antonio Maceo de Santiago de Cuba: “Le presento además, a un número creciente de cubanos que han confundido la Patria con un partido, la nación con el proceso histórico que hemos vivido en las últimas década y la cultura con una ideología.”
En el momento en que los símbolos patrios cubanos dejan de ser eso, cubanos, y pasan a ser memorabilia castrista, ellos ganaron. Ellos se han querido robar a Martí y hacerlo autor intelectual del asalto del cuartel Moncada. Ellos se han querido robar la música de Bebo Valdés, y las aperturas de Capablanca, y los paisajes de Tomás Sánchez y la alegría y la jodedera y las congas y el sexo y el humor cubanos. Ellos han querido secuestrarnos la cultura y la idiosincrasia. Que lo hagan por las malas: que no sean los propios cubanos exiliados, las víctimas, quienes se lo regalen.
Que sea Emma González, la portada de Time y una voz inapagable de la sociedad estadounidense de hoy, quien use la bandera cubana no para quemarla ni para masturbarse, sino para exigir derechos y mover conciencias, debería ser un orgullo absoluto para ese mismo sector conservador cubanoamericano que hoy la desprecia.
Narciso López, que diseñó la bandera cubana en Nueva York, sabe de lo que hablo.
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