Leyendas y mitos del Valle de los Ingenios

Trinidad, la hermosa ciudad de más de quinientos años, posee el valioso Valle de los Ingenios, donde el tiempo ha dejado diversas leyendas en torno a la familia más acaudalada.

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Valle de los Ingenios en Trinidad Foto © Wikimedia / Martin Abegglen

Este artículo es de hace 6 años

Trinidad, la hermosa ciudad de más de quinientos años, perteneciente la provincia Santi Spíritus, fue la tercera villa creada por los españoles en Cuba. Está catalogada como una de las mejor conservadas y llegó también a ser una de las zonas más prosperas de la isla gracias a la inmensa producción azucarera generada en el Valle de los ingenios, una extensión de tierra de 250 kilómetros que junto a la ciudad fueron declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO.

Hoy este valioso sitio atesora más de seis decenas de interesantes sitios arqueológicos, entre los cuales figuran grandes haciendas, restos de las fábricas primitivas donde se procesaba la caña, de barracones de esclavos y las sublimes leyendas nacidas del abuso de poder que genera la opulencia.

Así han llegado hasta nuestros días varias leyendas, como por ejemplo la la de la búsqueda del agua.

Una de las familias más acaudaladas de Trinidad eran los Iznaga Borrell. Poseían cientos de caballerías de tierra empleadas en el cultivo de la caña de sus ingenios y miles de esclavos para producir y llenar sus arcas con el producto de esa inmensa producción azucarera.

Por 1826 los dos hermanos, Alejo y Pedro, establecieron una competencia para ver quién de los dos hallaba agua en aquella zona tan apartada. Entonces, el primero decidió buscar hacia arriba y apuntó al cielo y el otro señaló hacia abajo en señal de que probaría tierra adentro. Así uno empezó a construir una enorme torre y el segundo un profundo pozo.

Claro que lo que a ellos costaba empeño y deseo, para los esclavos representaba cansancio de muerte, peligros, hambre, castigos y accidentes. Centenares fueron empleados en conseguir los caprichos de los dos poderosos amos, en turnos corridos. Los trabajos no se detenían por nada.

Wikimedia / Anagoria

Al año la torre había concluido, alcanzó los 45 metros, la más alta de Cuba, y su dueño estaba en el colmo de la felicidad, observando la belleza sobrecogedora del valle, cuando de pronto divisó una porción de mar a lo lejos y descubrió eufórico que había hallado el agua, así que las campanas comenzaron a tañer para anunciar el tan esperado acontecimiento.

Después de ese momento la torre campanario serviría para vigilar las plantaciones de caña, anunciar la jornada laboral y las horas de oración a la Virgen.

Por otro lado, Pedro, días después, también daba saltos de alegría porque del fondo del pozo, que tenía tantos metros de profundidad como de alto la torre, había brotado el agua de un manantial. Él también había encontrado el agua.

Los celos, el tormento en la torre y la muerte

Don Alejo, ya cincuentón, contrajo nupcias con una hermosísima joven aristócrata de Trinidad: la niña Juana. Algunos afirman que la muchacha no se había casado de buen grado.

Lo cierto es que Don Alejo terminó sintiendo unos celos feroces y tormentosos a causa de un joven apuesto que pasaba frente a su casa diariamente a caballo. Terminó retándolo a un duelo y lo hirió mortalmente. Luego encerró a su pobre esposa Juana nada menos que en el penúltimo piso de la torre Iznaga, a la que solo le fue dado desde entonces observar el maravilloso paisaje de los verdes campos sembrados de caña. Finalmente la joven acabó perdiendo el juicio, se debilitó y murió.

A raíz del trágico final de Juana, surge una leyenda que habla de un fantasma en la torre.

Según los vecinos, en algunas noches de luna llena es posible ver en los últimos niveles de la Torre Iznaga una silueta blanca vagar, como iluminada por un halo y que en las ventanas aparece un hermoso rostro de mujer de cuyos ojos caen lágrimas en forma de perlas que se deshacen en el aire. También aseguran que se escuchan los lamentos y gritos con que implora ayuda para ser liberada de su encierro.

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