Anacaona, fue el nombre de una famosa cacica de origen haitiano. En lengua aborigen significaba Flor de Oro. Esta fémina mandaba en la occidental provincia cubana, por ellos llamada, Xaraguá.
Cuentan que era muy inteligente y bondadosa. Una de sus más exaltadas virtudes fue la de poetiza. Ella se encargaba de componer los areitos que cantaban en las fiestas de la comunidad. También la honraban su prudencia, su gracia, sus movimientos, y el cariño que expresaba a todos los cristianos, entre otras muchas cualidades.
Su tesoro solo estaba compuesto de una gran vajilla y otros utensilios de la cocina y la comida, confeccionados de una madera muy negra, tallados con preciosos motivos por los indios de Guanabá, habitantes de la vecina isla de La Española.
Según los historiadores, al morir su heroico hermano Mayobanex, Anacaona llamó a su cuñada Guanatabenequena, una de las más hermosas indias de la isla, y le pidió que se hiciera enterrar viva junto al cadáver de su amado. Era costumbre entonces, que al morir algún líder, se sepultara en vida junto al cuerpo de aquel, su más hermosa o y/o más amada mujer.
Pero, un mal día, se establecieron en Xaraguá, los seguidores de un colonizador español, un tal Roldán, tropa pervertida y agresiva. Sus excesos provocaron desavenencias con la respetada cacica india Anacaona; quien fue acusada, en venganza, por sus visitantes, de idear un plan para acabar con los españoles.
Aunque la fama en contra de estos malhechores era grande, las tropas españolas hicieron caso omiso de ella y partieron unos trescientos infantes y setenta jinetes en busca del reinado de Anacaona, con el pretexto de agradecerle las atenciones que brindaba a sus paisanos. Ella les dio la bienvenida al frente de los más influyentes hombres de su tribu. La festividad duró varias jornadas.
Las tropas españolas pretextaron una celebración a la europea, una auténtica parada militar al estilo de la época, para condescender a sus inocentes anfitriones; cuando el verdadero objetivo era acabar con los indígenas y su reina.
Para iniciar dicha solemnidad, el mando español avanzó en arreos de guerra hacia el local donde Anacaona y sus súbditos estaban reunidos, que fue rodeado por la caballería, mientras la infantería tomó posesión de los caminos de acceso al caserío.
Los honestos indios recibían el “agasajo” admirados, pero sin temor; sin pensar que en solo unos minutos caería sobre ellos el peso de las espadas. La gran cacica Anacaona fue apresada, la aldea incendiada, y los que lograron escapar vivos, fueron atrapados por las llamas.
La bienhechora princesa india fue regresada en cadenas a su isla natal, La Española, y allí fue condenada a la horca.
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