Sonia se levanta todos los días. El calor es el primer saludo que le ofrece la ciudad de Santiago de Cuba, un vaho de aire enrarecido que el ventilador no logra disipar.
Sale a la calle. Vive en la barriada de Vista Alegre –construida a semejanza del habanero Vedado–, y coge la 24 en la parada para bajarse en el Parque Abel Santamaría, el pulmón del Centro Histórico y uno de los ambientes urbanos de excepcionales valores históricos, ambientales y arquitectónicos en la antigua villa colonial. Algunos llaman a esta antigua villa colonial española la «Capital de la Historia», y sitios como este espacio público son pruebas de la aseveración, pues fue el escenario de los sucesos del 26 de julio de 1953.
Sonia siempre mira la calle Trinidad, la misma que le impresionó cuando vino a vivir a Santiago de Cuba hace más de veinte años después de haberse acostumbrado a la cuadrícula urbana casi perfecta de la Holguín. En especial le seduce el discurrir y morir de la vía en la bahía, es casi como si conectara, visualmente hablando, el mar y las montañas.
Pero subir esa enorme pendiente de regreso a casa a las 4 y 30 de la tarde, no es una idea que le hace feliz pues las gotas de sudor le corren por la espalda y las nalgas y, literalmente, caen en el piso en esta época del año, casi como si el cuerpo entero llorar.
La cotidianidad de Sonia, igual que la de miles de santiagueros, es la de moverse en una ciudad de medio milenio, de calles zigzagueante, onduladas y con pendientes que hacen dudar hasta un atleta, aunque le aportan una singularidad espectacular a la urbe. Aquí los santos ayudan a bajar, como en cualquier lugar, pero para arriba, ni el panteón yoruba completo empinan el coraje.
El santiaguero, en su diario bregar con las terrazas naturales de la urbe, se ha convertido en una especie de gurú que logra conectar los puntos de llegada y salida con magistral habilidad, evitando las lomas más pronunciadas. “Sube por esta calle que la loma es menos pesada”, es una frase que casi siempre domina cualquier conversación relacionada con direcciones.
Dicen que las escalinatas fueron una solución técnica a lo abrupto de la topografía, para ayudar a los transeúntes, otros aseguran que fue una estrategia defensiva para evitar el desplazamiento de la artillería pesada de los invasores por las arterias citadinas en la época colonial. Yo prefiero creer que son uno de los tantos detalles que hacen única a la urbe, evidencia del diálogo entre las personas que han vivido aquí por cinco siglos y lo escarpado del relieve. Ahí está Padre Pico, sin dudas la más famosa, pero no la única.
El relieve lo afecta todo, desde el patrimonio construido capaz de resistir los movimientos telúricos y el paso de los años, el calor y los ciclones, hasta los hábitos y la cotidianidad.
Es Santiago de Cuba una ciudad edificada en terrazas, en niveles, y laberíntica, hasta el que la conoce como su palma de la mano se ha sorprendido en algún giro inesperado de sus calles, en algún callejón o recoveco pintoresco.
Las vías, desde una perspectiva visual, a veces parece que tienen un cierre y asemejan un fin del camino que no es real, otras se abren a grandiosas visuales. Todo ello es algo tan común que aporta un valor excepcional cuando de paseos urbanos se trata. Yo creo que es algo único en Cuba: esa manera de subir y bajar en una misma ciudad, incluso, en una misma calle.
Pero esa misma condición le aporta paisajes que desafían la imaginación, desde el Cobre, el del Cementerio, cualquier ambiente urbano, y sus increíbles desniveles: por eso es una ciudad paisaje, mirador y anfiteatro, que creció en perenne diálogo con el terreno y confinada entre el mar y las montañas.
Completan el fresco las montañas de las cordilleras de El Cobre, Boniato y la Gran Piedra que dominan una parte del entramado urbano y sirven de cierre visual de muchas de sus calles, un hermoso trasfondo, verde intenso casi todo el año, y donde se pueden encontrar algunos de los vestigios más importantes del patrimonio cafetalero, considerado Patrimonio de la Humanidad.
En el otro extremo el mar, una profunda bahía de bolsa, de aguas oscuras y tranquilas, que aporta el sentido marinero a la ciudad, matices que hoy se redescubren porque el santiaguero vuelve a mirar a su rada y se reconcilia con ella. ¡Menos mal!
La Fortaleza de San Pedro de la Roca, nuestro Morro, domina, como nadie, el paisaje costero de Santiago de Cuba. Imponente, majestuoso, prístino…
Muchos títulos, frases, apodos… tiene la ciudad de Santiago de Cuba, pero pocos la describen tan bien como “Capital del Caribe”.
Ese sabor se siente en la manera de vestir, en el calor de la gente, en el mestizaje, en las tradiciones, en la forma de hablar, de pregonar, un acervo cultural que tiene cúspides como la Tumba Francesa (Obra Oral e Inmaterial de la Humanidad), las congas, los carnavales (Patrimonio Cultural de la Nación), la Fiesta del Fuego…
«Capital de la Música» también le llaman a Santiago de Cuba y razones hay muchas: cuna de géneros como la trova y de músicos como Compay Segundo, Ñico Saquito y Miguel Matamoros, y aunque lugares como la Casa de la Trova, sin dudas reverencian el pasado sonoro, hay quienes extrañan cuando las más dulces melodías brotaban en la calle cual si fueran piropos.
Es una locura intentar resumir aquello que identifica o resulta singular en la ciudad de Santiago de Cuba. Mientras que a otras quizás le falten atractivos, a la «tierra caliente» le sobran. Desde sus calles, cual serpentinas que coquetean o danzan con el terreno, hasta sus edificaciones, sus tres componentes del patrimonio de la humanidad e historia desparramada por doquier, aquí todo parece haber sido bendecido.
Pero son sus personas las joyas más valiosas. Si difícil es pormenorizar la ciudad, más difícil aún es intentar hablar de su gente. Los santiagueros no son los más hospitalarios de Cuba: cuando se visita pequeños pueblos o ciudades como Las Tunas, uno se percata que ese mérito ya no es nuestro. Tampoco creo que sea aquella urbe prístina en limpieza que años atrás le dio notoriedad nacional.
Sin embargo, creo que nadie es más jovial y parrandero que el santiaguero, pueblo orgulloso de su ciudad, de su historia y su cultura, adicto al café y tomador por excelencia, un poco violento a la hora de hablar y gesticular, pero igual muy sincero, muy religioso –en su más amplio sentido–, y siempre dado a la conversación y a charlar de su cotidianidad.
Contamos nuestras vidas en menos de cinco minutos. Seguro estoy, además, de que no hablamos cantando (pues ninguna curva melódica es igual a otra), pero sí cantamos a la vida, a veces por un ejercicio de férrea voluntad, otras por una actitud o ética personal.
Cortamos nuestro cabello casi en medio de la calle, justo al lado donde se juega dominó entre personas que casi protagonizan la tercera guerra mundial y también cerca de niños que antes practicaban la pelota y hoy adoran a Cristiano Ronaldo y Lionel Messi.
El santiaguero, en algunas cuadras, vive más de la puerta para fuera que en el interior del hogar, siempre con la cafetera lista, igual que las chancletas para correr y meterse en la conga o presenciar cualquier pelea en el barrio.
Vivimos hacia fuera, intensamente, hablamos bien alto, gritando, y reímos más alto aún, y siempre con una ocurrencia, con una picardía y un chiste clamando salir y hacer la delicia de los amigos y vecinos. El santiaguero siempre ríe, por muy mala que esté la cosa.
Somos, sin lugar a dudas, santiagueros, el término es casi un adjetivo, no hay otra forma de resumirlo.
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