Para los que como yo pertenecemos a la generación de la foca Silvia, volver al Acuario Nacional con los hijos nacidos en el extranjero, de la mano ahora de los abuelos, era un sueño por cumplir en el ansiado regreso a casa. El recuerdo de aquel estanque gigante que presidía la amplia entrada donde nadaba un enorme e inmóvil manatí escoltado por varias caguamas que corríamos a tocar, permanece intacto en mi memoria como referente indudable de los mejores domingos de mi ya alejada niñez.
El acuario era entonces un lugar increíble. En la misma entrada por la calle primera junto a un estanque con mantas estaba la aclamada foca Silvia, que después supimos que no era foca sino león marino, la principal atracción durante los más de 20 años que vivió y a la derecha, si no me falla la memoria, a la sombra, en uno de los pasillos laterales, el pequeño estanque de los únicos pingüinos tropicales que he visto en la vida. Eran Cleo y Mercy que habían llegado del Sur de Africa en el 85 y estuvieron allí hasta que murieron en el año 92.
El acuario era entonces un lugar increíble.
El enorme edificio de dos plantas parecía pequeño para alojar a tantas personas que se agolpaban y mandaban a correr en el puente que servía de mirador cuando comenzaba el show de los delfines, un espectáculo impresionante en aquel entorno de ensueño donde las enormes piscinas dispuestas en la parte trasera de la instalación parecían fundirse con el mar. Era la época en que las niñas queríamos ser biólogas marinas y entrenadoras de delfines. Allí aprendimos de especies en extinción, de colecciones naturales y sobre todo de amor a la naturaleza.
Por eso el día que mi padre, después de ver un anuncio publicitario sobre el Acuario Nacional en la televisión, me propuso llevar a mis hijos no lo dudé un segundo y pusimos rumbo como pudimos en una calurosa mañana al lugar que tantas alegrías nos había traido en el pasado.
Una vez que atravesamos la entrada de los delfines de cemento, el único sitio donde pudimos hacernos una foto memorable, la tristeza y el desánimo se asentaron en nosotros. El abandono general, la falta de público y el aburrimiento de los visitantes allí reunidos eran claramente palpables. Más que haber llegado a un acuario parecía que estábamos en una suerte de santuario silecioso donde todos caminaban siguiendo una ruta marcada por estanques desiertos, mientras se preguntaban si eso era realmente lo que quedaba del acuario. Lejos estaban los tumultos, los gritos entusiastas de los niños a sus padres cuando reconocían a los animales y el corre corre para llegar primero a las peceras y a las rejas de las focas. ¡Silvia, Silvia! volvía a clamar mi mente.
Lejos estaban los tumultos, los gritos entusiastas de los niños a sus padres cuando reconocían a los animales y el corre corre para llegar primero a las peceras y a las rejas de las focas.
Lo que antes había sido una preciosa galería de peceras es hoy un recoveco lleno de vacíos en el raído y despintado cemento que se intercala a ratos con alguna que otra pecera sucia, mohosa y empañada donde milagrosamente sobreviven, con el mínimo de agua y recursos, algunas especies en un precario hábitat. Como si no huebiera más animales en nuestra plataforma marina, los memorables estanques que en otra época exhibían una variada representación de la flora y fauna tropical han quedado solo para albergar tortugas que poco se distinguen de los enormes descascarados negros del fondo en unos depósitos donde el óxido y el deterioro consumen los bordes.
El único tiburón y la única manta que existen en el lugar reposan disecados en una sala contigua que exhibe, encerradas en vidrieras, las mismas especies que con mejor vida en el pasado ambientaban los fondos marinos de estanques y pesceras.
El único tiburón y la única manta que existen en el lugar reposan disecados en una sala contigua
En todo el complejo los gatos campan a sus anchas, principalmente en la cafetería y en el islote de vegetación que se encuentra a la entrada y en cuyo borde el público suele sentarse a esperar a que abra el delfinario. Basta estar un rato a la sombra de esos árboles para contemplar el comportamiento y las costumbres de la colonia que han logrado establecer los únicos mamíferos no acuáticos que habitan el acuario y lo bien que coexisten con algunos pelícanos.
De ese mismo lado, las dos albercas creadas para los leones marinos ofrecen pocas condiciones de seguridad al estar separada la cerca pirle del muro donde se suben los niños, creando un peligroso y profundo foso donde cae el agua y que les impide contemplar con tranquilidad a los divertidos animales.
Lo mismo ocurre con la parte de atrás del edificio que continúa abierta al público, inexplicablemente, a pesar de que solo exhibe ruinas y derrumbes que tornan el panorama más desolador y lamentable, si cabe. La gran cafetería de antaño nada tiene para ofrecer en ninguna de las dos monedas y dadas las terribles condiciones constructivas la higiene, las áreas de servicio y la iluminación nocturna son igualmente deplorables.
Solo los espetáculos de delfines y leones marinos valen la pena el viaje. Como si quisieran apartarse de tanto estropicio, un modesto delfinario que mucho difiere del anterior y un pequeño estanque con decorado para la actuación de los leones marinos son sedes de varios shows donde la pericia de los entrenadores y la calidad de la exhibición equiparan el espectáculo de gran nivel a cualquiera de su tipo en el mundo.
Porque su historia es la misma que la de todos los grandes proyectos revolucionarios. Las grandes pretensiones, la fundación, el auge, el deterioro, el abandono e incluso la desaparición, parecen ser las fases de ese ciclo natural que desde hace mucho sigue todo en Cuba.
Poco podría sorprendernos entonces que en estas condiciones el Acuario Nacional arrive este 23 de enero a su 56 aniversario. Porque su historia es la misma que la de todos los grandes proyectos revolucionarios. Las grandes pretensiones, la fundación, el auge, el deterioro, el abandono e incluso la desaparición, parecen ser las fases de ese ciclo natural que desde hace mucho sigue todo en Cuba. A los más afortunados nos quedan los recuerdos y a las nuevas generaciones tirar de las esperanzas y soñar con que algún día puedan tener un acuario de verdad.
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