Durante mucho tiempo las gestas independentistas cubanas se describieron mezclando lo ‘legendario’ con lo ‘romántico’ de esa época.
Por el orgullo nacional y la emoción patriótica que siempre inspiraron, las narraciones sobre la guerra iniciada el 10 de Octubre de 1868 no se ‘libraron’ de ‘mitos’ sentimentales en los que vale la pena detenerse.
La visión tradicional de Carlos Manuel de Céspedes, como la del resto de patricios criollos centro-orientales que participaron de dicha insurrección, es la un héroe generoso que renunció a sus beneficios de rico azucarero esclavista por la independencia de Cuba y el abolicionismo.
En realidad el ingenio donde se produjo el Grito de Yara, La Demajagua, propiedad de Carlos Manuel de Céspedes hipotecada por deudas, era un pequeño trapiche movido por bueyes con una máquina de vapor comprada en Jamaica de segunda mano, y cuya irrelevancia económica la prueba el lugar número 1.113 entre los 1.365 ingenios que en 1860 producían azúcar en Cuba.
Carlos Manuel de Céspedes y demás ‘patricios’ no eran los sacarócratas occidentales que debían su acomodada posición a ingenios de azúcar y a esclavos, sino propietarios de ínfimos trapiches sin relevancia productiva.
El Grito de Yara fue el símbolo de una revolución que solo podía empezar por una fábrica obsoleta, irrentable por el esclavismo y donde la primera medida pasaba por la liberación de negros para que se incorporaran a la guerra como soldados.
Después de 1959 la historiografía suele fijar el 10 de octubre de 1868 como el arranque de un proceso soberanista que terminó con el triunfo revolucionario del Ejército Rebelde.
En realidad el 29 de abril de 1869 la Cámara de Representantes del Gobierno de la República de Cuba en Armas comunicó al gobierno y pueblo de Estados Unidos ―referente democrático y libertador para los insurgentes― la voluntad anexionista pronorteamericana del levantamiento cubano.
La bandera chilena con los colores invertidos enarbolada por Céspedes fue sustituida por la proanexionista de Narciso López, clara señal del anexionismo de muchos de los sublevados.
‘Mambí’ es una palabra afro-antillana que designaba despectivamente a los insurgentes cubanos.
En realidad el origen y el sentido exacto de la palabra son inciertos, y no se usó para referirse únicamente a cubanos, sino también a guerrilleros independentistas filipinos e incluso antes a dominicanos.
Una de las teorías de su origen la asocia a Eutimio Mambí, oficial negro del bando español que luego peleó contra los propios peninsulares en Santo Domingo. Notando en los revolucionarios cubanos igual destreza en el uso del machete de este personaje dominicano, los soldados españoles comenzaron a referirse a los cubanos como los "hombres de Mambí", acortándose luego a "mambí" o "mambises".
Moreno Fraginals achaca su origen a un término africano que comenzaba con la sílaba ‘mbi’ (‘insurrecto’ en bantú), y que los españoles, no acostumbrados a este sonido, convirtieron en ‘mambí’.
Fernando Ortiz, indeciso, abre un diapasón de orígenes, desde brasileño, peruano, senegalés (‘Mamby’, ‘jefe’) y congolés (hombre malo, injurioso, vil, sucio).
El periódico del Gobierno de la República en Armas, casualmente llamado El Mambí, publicó la teoría más improbable de todas: la palabra era una combinación de la inglesa ‘man’ (hombre) y del adverbio latino ‘bis’ (doble), por lo cual ‘mambí’ significaría ‘hombre dos veces’. El cambio de ‘n’ por ‘m’ obedecería a la regla ortográfica de escribir ‘m’ antes de ‘b’.
La historiografía tradicional suele resaltar la astucia, resistencia y heroicidad mambisas como el principal recurso militar que contuvo durante 10 años a un ejército muy superior como el español.
Ciertamente, dentro de sus duras limitaciones, los mambises optimizaron su combatividad mediante el calor, lluvia, humedad, fango, mosquitos, malaria, fiebre amarilla, etc.
Pero esta guerra tampoco se libró entre un ejército cubano maltrecho y un flamante cuerpo militar español. Más bien eran dos cuerpos militares golpeados de distintas maneras.
El ejército colonial, con una edad promedio de 24 años e integrado más por gallegos, asturianos y catalanes pobres, incapaces de pagarse la liberación del servicio militar y a los que ni siquiera pagaban regularmente su salario, ni apertrechaban contra las inclemencias climatológicas, tampoco sentía especial entusiasmo por una guerra que le costó más de 64 mil bajas entre muertos, desertores, extraviados y presidio.
Además de combatir a 8000 kilómetros de España, sin margen de aclimatación a condiciones ambientales y enfermedades ante las que carecían de defensas inmunológicas, para colmo el uniforme era inapropiado para el trópico, con alpargatas de tela y suelas de cáñamo ideales para criar niguas, pulgas rojas que se anidaban entre los dedos de los pies y provocaban infecciones en las piernas y linfangitis crónicas.
A ello añadamos una dieta pobre e inadecuada: café, aguardiente, vino, azúcar, sin contar carne enlatada alemana o italiana que pronto se ponía en mal estado.
Las anécdotas y figuras más destacados de la Guerra Grande por los textos suelen ser Céspedes, el chantaje emocional a este con el fusilamiento de su hijo, la toma e incendio de Bayamo, el Himno Nacional, La Bayamesa, Perucho Figueredo, el romance entre Agramonte y Amalia, el rescate de Sanguily, los bretes en la Asamblea de Guaímaro, el Pacto del Zanjón de Martínez Campos, la Protesta de Baraguá, entre otros.
Los insurgentes pronto se mostraron incapaces de combatir sin la dirección de militares expertos que los cabecillas revolucionarios cubanos no eran.
Se contrataron militares norteamericanos que duraron poco. Lo más eficaz resultó la experiencia de militares dominicanos derrotados y evacuados a Cuba luego de pelear en su país del lado español. Por lo que, militarmente hablando, los auténticos protagonistas de la Guerra Grande, no fueron ni cubanos ni españoles.
Uno de ellos fue el dominicano Máximo Gómez, cuya biografía las historias de Cuba suelen empezarla el 4 de noviembre de 1868, con la primera carga al machete, procedimiento bélico introducido en la Isla por él y que pasó a ser la técnica mambisa fundamental de combate.
Pero antes de eso, Gómez tuvo un pasado nada independentista y muy pro-español.
En 1861 ingresó como voluntario en el Ejército colonial para luchar contra la independencia de su propio país y anexionarlo a la Corona española. Pero la victoria de los independentistas dominicanos lo obligó a emigrar a Cuba donde, gracias a un préstamo monetario del general español Valeriano Weyler, se dedicó a tareas agrícolas en Bayamo.
Todo indica que Gómez se incorporó a la sublevación independentista cubana resentido con el injusto tratamiento que económicamente las autoridades españolas le dieron a él y a su familia.
Ostentó con justicia el rango bélico más alto en el bando independentista cubano: sobrevivió a ambas guerras y solo murió a los 68 años de una infección en una mano.
El otro dominicano protagonista de la Guerra Grande y al que los libros de historia de Cuba apenas mencionan fue Eusebio Puello, como Gómez, un militar que combatió del lado español contra sus compatriotas independentistas, designado Mariscal de Campo por la reina Isabel II y condecorado en 1864 con la gran cruz de Carlos III, único oficial negro dominicano evacuado a Cuba.
Al estallar la guerra, a sus 57 años, recibe el encargo de comandar las tropas españolas en Sancti Spiritus, Morón, Remedios y Ciego de Ávila.
General victorioso, conocedor de las tácticas de las tropas criollas, fue quien mejor consiguió cortar la expansión de la guerra hacia occidente y el mayor azote para las tropas independentistas, al punto que le mereció décimas denigratorias por parte de los mambises.
Según la tendencia ideológica desde la que se escriba la historia sobre la Guerra de los Diez Años, Estados Unidos tomó una postura favorable o desfavorable ante ella.
En sus relaciones tanto con el gobierno español como con el de la República en Armas, Estados Unidos fue ambiguo.
Nunca reconoció la beligerancia cubana, ni compró Cuba como muchos deseaban y esperaban. Vendió armas, alimentos y cañoneras a España (esta fue la primera guerra donde se cercó líneas con alambradas de púas).
En cambio, Key West, Tampa, Baltimore, Nueva York y Filadelfia acogieron a exiliados cubanos que se ganaron la simpatía del pueblo norteamericano que desde entonces apoyó el independentismo cubano y consentía la propaganda, la recaudación de dinero, ni acosó a todas las expediciones que partían de su territorio con armas para los insurgentes.
La Guerra de los Diez años significó un giro de valores y patrones donde se forjó la nacionalidad cubana. No resolvió sus mayores contradicciones y prejuicios, especialmente los raciales, pero sí disminuyeron. Cuando los combatientes se reintegraron a la paz, lo hicieron con un sentido nuevo del deber político, propio del orgullo y la seguridad de personas habituadas a pelear por sus derechos.
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