Castro entró en La Habana en el 59, expropiando y confiscando a diestra y siniestra un gran número de obras de arte, objetos y documentos del patrimonio artístico nacional y extranjero, junto a los edificios que los contenían.
Lo hizo en todos los museos y residencias privadas de centenares de mecenas del arte, corredores, coleccionistas, galeristas, artistas, millonarios y ciudadanos de a pie. Y continuó haciéndolo durante varias décadas, adueñándose de miles de objetos patrimoniales que abandonaban sus dueños en sus residencias palaciegas de los barrios bien, a cambio de un billete hacia la libertad.
Los que huían dejaban atrás verdaderas fortunas; los tesoros de la rica Cuba en fuga. Solo había que entrar y servirse.
Una pequeña parte del saqueo se repartía en la decoración de las mansiones ostentosas de la nueva camarilla gobernante, y otra se vendía en subastas internacionales, para reinvertir el dinero obtenido en otros negocios sucios de estado. Pero la mayor parte del oro se fundía y se convertía en lingotes.
Corría el año 1987, líricamente conocido en Cuba como “29 de la Revolución”, y Fidel puso en marcha una de sus más brillantes jugadas comerciales, involucrando en ella a todo el pueblo de Cuba. El comandante loco sorprendió a propios y ajenos, avisando de una moratoria singular:
Abría las Casas de Cambio del Oro y la Plata.
Tal denominación “técnica” comprendía teóricamente cualquier objeto de valor histórico o artístico, en poder de cualquier ciudadano cubano mayor de edad. Ahora todo el mundo podía poner en venta su patrimonio oculto –de tenerlo–, previa tasación estatal, sin siquiera tener la obligación de demostrar titularidad alguna del objeto vendido. El decretazo además “perdonaba” explícitamente a todo aquel que no había declarado previamente la posesión de una obra de arte al Fondo Cubano de Bienes Culturales, una legislación que –aclaró–, se haría obligatoria en cuanto expirara el período de perdón. Mientras tanto, el Estado compraría de todo a cualquiera, y especialmente oro y plata.
GOLOSINAS PARA POBRES
Las Casas de Cambio del Oro y la Plata, eran en su esencia más perversa, igual que la casita de caramelos de “Hansel y Gretel”. La versión cubana era apenas una burda panetela adornada con purpurina comestible, pero como señuelo funcionó igual que su homóloga alemana de ficción. Nuestros apetitos la ansiaron inmediatamente, como una delicatessen.
Eran, básicamente, trampas para cubanos incautos, hambrientos o desinformados. Y para toda la gente privada de un derecho, objeto o servicio básico cotidiano, como comer o limpiarse el trasero. Había diez millones de clientes potenciales.
Más de la mitad de la población mayor de edad de la Isla, dejó algo suyo en los bolsillos del poderoso caballero, Don Dinero de la nación y nuevo tesorero de sus esclavos. Millones de propietarios de reliquias familiares, las malvendieron al Gobierno cubano por mediación de las Casas de Cambio del Oro y la Plata, recibiendo por ellas una fracción miserable de su valor.
¿Pero qué buscaba Fidel en realidad, recolectando el oro escondido en los bolsillos de sus paisanos?
La razón fundamental era simple: Lo necesitaba para respaldar el dinero de sus inversiones ocultas. Cuando digo “sus”, no me refiero solo a las que engordaban su inmenso patrimonio personal. Aludo también a los bienes materiales, empresas y recursos que pertenecen al pueblo cubano, pero cuya rentabilidad solo se ha revertido en los negocios de la familia Castro y sus testaferros cercanos, y siempre en “moneda convertible”.
En pocas palabras, Fidel necesitaba convertir dinero en oro para apuntalar la Reserva Cubana de Oro, una entidad desconocida para casi todo el mundo, inexplicablemente no adscrita al Banco Nacional de Cuba, y caja B de la familia Castro desde finales de los años 60s.
Está claro que la moneda nacional “no debía” tener –y de hecho no tiene–, oficialmente apenas respaldo en oro, uno de los indicadores del precio del dinero, porque oficialmente ya no queda oro en Cuba. La economía cubana es de las peores de la región, el discreto PIB isleño es tristemente conocido en todo el planeta, y la nuestra es una de las monedas más débiles de la Tierra.
Pero la familia Castro dispone de una nada despreciable reserva de oro en las galerías subterráneas del Palacio de la Revolución. Esa es la verdadera y desconocida Casa del Oro.
Algunos desertores del régimen castrista, entre ellos el periodista de investigación Enrique Menéndez Carro, la Lic. Zenaida Marugán y otros investigadores rigurosos de la historia oculta de la revolución cubana, se han referido alguna vez a esta reserva como “El Oro de La Habana”, un tesoro escondido que dicen, deslumbraría a un sha de Persia.
Leyenda o ficción, la cuantía seguramente importante de esta reserva dorada nacional, ha mermado o crecido según las necesidades de los Castro durante más de medio siglo. Los analistas extranjeros suponen que en cualquier caso, la reserva de oro cubana ha incrementando su valor en los últimos 30 años en un 300%. La alimentan las ganancias de otros negocios ocultos de los Castro; el mercadeo ilegal para burlar el bloqueo, las transacciones relacionadas con las drogas y el armamento, o la compra y venta ilegal de patrimonio artístico o histórico.
LA MECÁNICA DE LAS CASAS DEL ORO
Un gerente de la primera Casa del Oro de Miramar, cuenta historias que hacen aburrida la mejor película de piratas de Flynn:
“Hacía falta oro –me decía–, y el oro lo tenía la gente. Había que quitárselo como fuera. Contratamos a muchos tasadores-vendedores que no eran tasadores, solo psicólogos. Les dábamos un minimotécnico elemental sobre las características y evaluaciones del oro, pero lo importante era que consiguieran “embarcar” al cliente en la venta, sin que éste se sintiera engañado. Los entrenamos muchos meses antes de que se abrieran las casas. Estaban preparados para influenciar al cliente en el proceso de tasación y venta, e inducirlo a tomar determinadas decisiones. Todo éramos actores interpretando un papel para conseguir que el cliente nos vendiera cualquier cosa que tuviera valor, al más bajo precio posible”.
El negocio de estas “casas”, era más que un cómodo sistema institucional de blanqueo de dinero negro; en ellas el Estado tasaba y compraba cualquier cosa, pero –y a este otro asunto no se hacía referencia–, siempre muy por debajo del valor del mercado. Era la usura institucionalizada.
El valor en “divisas” asignado por los “tasadores especializados” a estos objetos, joyas, metales o piedras preciosas, se podía después canjear por bonos equivalentes, los CUC, llamados entonces “chavitos”, con los que los mortales podíamos adquirir artículos en las tiendas del INTUR, hasta entonces solo accesibles a los dioses. Dichos artículos estaban, pero a un precio varias veces superior a los que el CIMEX vendía a los extranjeros residentes y a los turistas en sus tiendas. Toda la mercancía estaba además gravada con altos impuestos, a veces de hasta del 40 %.
Las Casas del Oro fueron un timo en toda regla, pero sobre todo, un negocio redondo y bien pensado que le produjo generosas ganancias netas a Fidel, al tiempo que actuó como carnada irresistible para todo el que no tenía nada que ponerse, o poco que comer. Como se esperaba, el pueblo en masa mordió el anzuelo.
Comenzó entonces un intercambio vergonzante de oro por baratijas, idéntico al que describiera Fray Bartolomé de Las Casas seis siglos atrás entre los conquistadores y nuestros ancestros precolombinos. A las Casas del Oro fue a parar, pues, cuanto chéchere valioso encontraron los cubanos en los joyeros escondidos de sus abuelas.
Aquellas casas recibieron, tasaron y compraron a precios de animal enfermo; anillos de compromiso, estolas de piel de zorro, automóviles Polski, cristal de Bohemia, biombos chinos, óleos de Landaluce, dientes postizos de oro, copas de bacará, porcelanas japonesas, naturalezas muertas de Lam, crucifijos de plata mexicana, coronas de diamantes, y hasta relojes rusos Slava y Raketa, marcas a quienes los cubanos agradecerán toda la vida que vendieran sus relojes con un baño de oro 22.
El cementerio de Colón también fue expoliado a fondo. Se saquearon tumbas, nichos y mausoleos, desaparecieron centenares de obras únicas de artistas funerarios italianos y holandeses que terminaron en subastas internacionales. Hubo robos hasta en las grades pinacotecas, como el Museo de Bellas Artes y el Centro Wilfredo Lam, víctimas de la corrupción de sus propios dirigentes, que asaltaron sus bóvedas y robaron pinturas para convertirlas en dinero fácil.
LAS SUBASTAS DE ATABEY
Las Subastas de Atabey eran recepciones donde se celebraban subastas ilegales con acceso restringido. Tenían lugar en dos grandes residencias del selecto barrio de Atabey, y estaban asociadas, una a uno de los hijos de Fidel, y otra al embajador de cierto país europeo. Allí aparecía cada fin de semana como por arte de magia, con banquete y cena de gala previa, lo mejor del arte malvendido por el pueblo al gobierno en las Casas del Oro.
A esas selectas subastas asistían galeristas famosos, artistas de primera línea, personal diplomático, altos oficiales de las FAR y el MININT junto a sus esposas e hijos, y muchos millonarios extranjeros. Actuaba de subastador experto y maestro de ceremonias un distinguido presentador de la televisión cubana, y un cuarteto de cuerdas amenizaba el ágape. Todo, con el beneplácito del Rey.
Sin embargo, el fenómeno de “la explosión del oro” a nivel calle, tuvo un matiz diametralmente opuesto al de esos glamurosos remates para comunistas ricos.
Los interesados en vender algo al gobierno, estaban obligados a hacer largas colas durante más de una semana, durmiendo junto a la puerta de los establecimientos. Tenían que ratificar el turno varias veces en el día y la noche, para tener derecho a que les tasaran sus propiedades varios días más tarde. No se informaba nunca al cliente del precio real de su objeto, sino de uno muy inferior. A veces solo se tasaba por peso, sin tener en cuenta el valor artístico de engarces, marcos o estuches. No se valoraban las piedras preciosas que no fueran diamantes, y en consecuencia, las reliquias perdían su valor como objeto artístico.
Al final, el antiguo dueño del objeto entregado, recibía por fin el ansiado documento donde se hacía constar el valor de su venta en CUC. El titular tenía derecho a ir a comprar “con un solo acompañante” a una de las tiendas escondidas de CUBALASE, donde los clientes se enteraban de las ofertas después de entrar, y una vez allí, tenían que gastar todo su crédito íntegro. Los efectos electrodomésticos solo tenían 72 horas de garantía.
Solo una porción ínfima de las obras de arte que llegaron a las Casas del Oro, terminaron con el sello de “Patrimonio de la Nación” en los almacenes del Fondo de Bienes Culturales. El grueso de las obras, y los beneficios que ellas generaron, fueron a parar a dos nuevos negocios muy lucrativos para el gobierno cubano.
LA VERDADERA CASA DEL ORO
Si aún queda por ahí algún cubano que fue timado por las Casas del Oro, y todavía guarda algún rencor a sus ladrones, que piense que quizás su oro no desapareció en el agujero negro de la insaciable gula comunista.
Su oro, junto al oro de millones de cubanos más, con toda probabilidad fue derretido y fundido en lingotes de un kilo, y hoy duerme el sueño de los justos en varias bóvedas subterráneas bajo el actual edificio del Palacio de la Revolución. Allí está la verdadera Casa del Oro, y allí han ido a parar también otros “oros” de extraña procedencia.
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