El capitán invita abordar la embarcación. Todos buscan el mejor asiento para obtener las imágenes más deslumbrantes y los mejores ángulos. Muchos habían escuchado que el paseo valía la pena y decidieron arriesgarse. Presentan a la tripulación, también los servicios y ofertas gastronómicas.
Inicia el recorrido de dos horas de la lancha llamada la “Cajuma” por toda la bahía de Santiago de Cuba. De fondo, “My heart will go on”, el tema emblemático del desastre naval llevado al cine, “Titanic”, comienza a sonar. Se dibujan sonrisas y preocupaciones en los rostros, pero la travesía es novedad y todos quieren probarlo.
Como uno de los regalos a los ciudadanos, por el medio milenio de la urbe, se promocionó este singular viaje que prometía, desde sus intenciones, convidar a los santiagueros a regresar a los predios de su rada, un disfrute que pareció estar vetado durante muchas décadas.
Se trata de una cultura de indiferencia que por muchísimos años vivió y se transmitió en el imaginario de los pobladores de esta suroriental urbe, mientras que personalidades entendidas en la conservación y la historia aseguraban con una seguridad casi enigmática y bochornosa que: “el santiaguero vive de espaldas a su bahía”.
Ahora, aunque hacen faltas muchas opciones más para realmente reanimar esta zona hermosísima de la antigua villa colonial española, parece que el santiaguero se reconcilia con su bahía, y lo hace con una opción que ofrece, sin temor a errar, uno de los mejores paseos que puede hacerse en la urbe de 500 años.
Aunque la gastronomía y los servicios no merecen más que estas pocas letras, como prueba de su existencia, el recorrido en sí bien vale la pena pues casi se redescubre la urbe y se verifica, de forma empírica y en el terreno, ese viejo alegato que decía que la ciudad se construyó de forma escalonada, casi huyendo del agua y refugiándose en las montañas, en una ingeniosa y caprichosa topografía.
Poco a poco, mientras la embarcación deja atrás al malecón, la ciudad va tomando una nueva forma más alargada: se perciben las terrazas, imperceptibles al nivel de la calle, sobre las cuales se asentaron las edificaciones. Las empinadas lomas, desde el mar menos verticales y más pequeñas, a duras penas se concibe que provoquen suspiros al subirlas.
La urbe parece un amasijo de ladrillo y tejas de todos los colores, y árboles regados por doquier sin seguir ninguna lógica… pero se ve quieta, silenciosa, acariciada por el sol, mientras uno se percata que, a modo de maqueta, se tratan de adivinar y localizar aquellas edificaciones que sirven de referencia al transeúnte.
El recorrido por la bahía es de apenas dos horas, justo la cantidad de tiempo para no aburrir y dejar el deseo de un poco más, 120 minutos que se diluyen en un ir y venir de gaviotas, hambrientas todo el tiempo y capaces de disputar frenéticamente cualquier tipo y cantidad de alimento; un recorrido matizado por las muestras irrefutables de la fuerza de la naturaleza y la tozudez humana por robarle terreno al mar.
Se descubren lugares solo mencionados y nunca visitados, entre ellos la refinería y la termoeléctrica; se incluye un bojeo a Cayo Granma, lugar de techos rojos para que no encandilar a los pilotos de los aviones que llegan a la ciudad, pequeño chispazo de tierra con una identidad cultural tan antigua como sus edificaciones, aunque parece ser un diminuto territorio donde el tiempo se resiste a rozar.
Desde la “Cajuma” se descubren escenas de la vida cotidiana del santiaguero desconocidas por la mayoría “terrestre”: el pescador que con desespero intenta capturar la cena, los deportistas con muchos sueños olímpicos que surcan las aguas atestadas de pequeñas medusas, también un pequeño cementerio donde descansan eternamente el alma de cientos de marinos con millones de historias fascinantes y desconocidas, tragadas por la desmemoria.
Justo en la estrecha entrada de la bahía, cuando el fuerte viento estremece la embarcación y el capitán advierte cuidar sus pertenencias para no ser arrastradas por la impetuosa brisa, en ese instante, a lo lejos, se observa la que es sin dudas una de las maravillas de Santiago de Cuba: el Morro.
Ubicado en un promontorio, visitado por miles de personas cada año, eterno rival del tiempo, los ciclones, corsarios y piratas, de los temblores y hasta del propio hombre, su creador, esta fortaleza bien podría ser considerada el escenario de las mil fotografías pues vista desde el aire, desde el propio lugar, o desde el mar, siempre regala una imagen, sencillamente, espectacular. Es un pequeño gigante de piedra que infundió respeto y temor.
Se acaba el recorrido. Los 120 minutos llegan a su fin. El viaje también.
Atrás queda el redescubrimiento de Santiago de Cuba, la posibilidad de ver ese mundo marinero de la urbe, desconocido por muchos, y que hoy se abre en escenas bellas e inquietantes que exhiben las huellas del tiempo, la naturaleza, del hombre y también de la desidia, en pilotes cercenados de tajo, pilas de ladrillos rojos arrancados y que se amontonan por doquier, a su lado madera roída y descolorida, niños juegan en calzoncillos y felices, sin preocupaciones y con muchísima seguridad, y viejos pescadores que casi dragan el fondo con sus pequeñas redes.
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