Acostumbro a escribir desde la seguridad de la tercera persona, pero sería hipócrita entrar en el debate del periodismo y la política en Cuba sin aclarar desde un inicio que habla una parte implicada.
Desde hace varios años me levanto todos los días con ganas de hacer periodismo, aunque no pocas veces me acueste pensando si no habría sido más saludable estudiar una ingeniería. Kapuscinski desterró a los cínicos de este oficio, pero no dijo nada de los masoquistas.
En un acto de homenaje al diario Revolución en 1961, Fidel hizo un llamado a asumir posiciones ante el inminente enfrentamiento contra el imperialismo.
Hay que tener siempre presente que antes que el periódico están los intereses de la Revolución. Primero la Revolución y después el periódico”. Luego aclara que no está pidiendo un sacrificio en “la variedad, el estilo y las características de los periódicos.
Leí estas palabras por primera vez en la biblioteca de Granma, como contraportada de un libro de los ochenta sobre la profesión. Más tarde busqué el lugar y el contexto en que habían sido dichas, a solo unos días de la invasión por Playa Girón.
Creo que defender el proyecto colectivo de soberanía y justicia iniciado en 1959, y al mismo tiempo abordar con honestidad y de la forma más abarcadora posible los problemas de la sociedad, siguen siendo los principales objetivos de una prensa revolucionaria.
El conflicto surge cuando entran en aparente contradicción. La forma en que se ha zanjado el debate durante las últimas décadas, es quizás la causa principal de los tantos problemas con que carga la prensa cubana, criticada por igual en las calles que en el Consejo de Estado.
La visión que podríamos llamar “dogmática” asume la relación entre el espacio de lo político y el periodismo como de subordinación directa, sin margen para la dialéctica ni la negociación inteligente. Así, los intereses políticos (o peor aún, los intereses de los políticos) siempre estarían por encima del ejercicio consecuente del oficio, e incluso de la lógica. De ahí surgen los silencios, las verdades a medias y las preguntas que todo el mundo se hace, pero nunca se ven reflejadas en los medios.
Creo que, con contadas excepciones, esta es la posición dominante en el escenario actual, no solo de la prensa, sino de la comunicación en Cuba.
Algunos justifican que precisamente gracias a muchos de esos silencios y omisiones la Revolución ha llegado hasta aquí, en medio de una historia de adversidad difícil de resumir. Sin embargo, cada día estoy más convencido de lo contrario: la Revolución ha llegado hasta este punto “a pesar” de esos errores, porque tiene otras fortalezas, la primera de ellas el genio de Fidel Castro.
Pero las distorsiones acumuladas generan monstruos en uno y otro lado que pueden terminar por repetir el mito de Saturno, que devoraba a sus propios hijos.
Hay cada vez más periodistas que no saben preguntar y políticos incapaces de responder, las habilidades básicas de cada uno. Las situaciones llegan al punto de la comedia, como el ya mítico cuento del presidente que se bajó del avión y se acercó a un grupo de periodistas cubanos dispuesto a dar una entrevista, pero ninguno tenía una pregunta que hacerle.
Del otro lado, tratando de abolir los vicios de la politiquería, está tomando fuerza la figura de un tecnócrata de las sombras que es incapaz de rendir cuenta de su trabajo y, en verdad, no le importa hacerlo. Solo se preocupa de sus superiores y es incapaz de comunicarse con una persona normal. Cuando lo intenta utiliza la misma jerga que en una reunión de especialistas.
La reciente reducción de los precios de algunos productos terminó en confusión ante la incapacidad de los ministerios implicados para explicar la forma en que las personas se iban a beneficiar.
Si la atrofia es tal que cuesta trabajo dar buenas noticias, quizás se entienda mejor por qué ningún dirigente cubano ha salido a dar la cara por el precio astronómico de la venta liberada de carros.
Y lo peor es cuando se confunden los papeles. Se les pide a los medios que hagan el trabajo que no hacen los políticos mientras los políticos se dedican a hacer el trabajo de los periodistas.
La separación entre la agenda política, lo que dicen los medios, y lo que vive y piensa el ciudadano común, está pasando una cara factura a la prensa cubana, y por consiguiente a la Revolución.
Aunque es un tema recurrente en privado, resulta una y otra vez minimizado en el debate público. Contradictoriamente, somos la plataforma para la discusión de muchos problemas de la sociedad — no siempre con éxito y tino — , pero resulta casi imposible encontrar una reflexión sobre el ejercicio propio.
Las actas de los Congresos de la UPEC recogen nuestro profundo descontento con la forma en que se hace el trabajo, pero cuando el cónclave cierra las puertas, regresamos a las redacciones a hacer el noticiero o el periódico del día siguiente de la misma forma que ayer.
No creo sinceramente que el miedo a las consecuencias del debate sea la explicación, sino la fidelidad de un gremio que siempre ha estado convencido de que la solución llegará “desde arriba”, cuando alguien por fin escuche nuestros sólidos e incuestionables argumentos.
¿Cómo va ir en contra de la Revolución desenmascarar a un político corrupto? ¿Cómo va a ser contraproducente saber cuál fue la sentencia del que ya ha sido juzgado? ¿Por qué no tenemos derecho a conocer nuestra deuda externa y cuánto estamos pagando cada año por los préstamos anteriores? ¿Cómo puede un ciudadano valorar la gestión de un ministro si su presupuesto anual no está disponible de forma clara? ¿Quién puso la regulación que prohíbe tirar fotos dentro de una tienda, que en última instancia podría ayudar a quienes cometen delitos? La lista es dolorosamente larga.
La situación, lejos de mejorar, empeora cada día. Al igual que en “Palabras a los intelectuales”, tras lo dicho por Fidel queda algo flotando en el aire: quién o cómo se deciden los márgenes de lo revolucionario; qué queda dentro y qué queda fuera.
La respuesta no puede ser otra que una fórmula participativa, democrática, pues la Revolución somos todos, incluidos los periodistas.
Es necesario empoderar la visión “antidogmática”, que parte de asumir que entre lo político y el periodismo hay una relación indisoluble pero sujeta en cada caso a negociación y búsqueda de consensos; que entiende la información como un derecho ciudadano y no como un mero instrumento en función de determinados objetivos, por más altruistas que estos sean. La que surge tras interiorizar la revolución ocurrida en los últimos años en las formas de consumir información por parte de los públicos.
El televisor se puede apagar y el periódico terminar en la basura. Hace mucho tiempo está superada la idea de que tener los medios garantiza las audiencias. Además, las personas siempre tienen la opción de no creer. Y no hay nada más peligroso para un sistema que perder su credibilidad.
Tampoco se puede ser ingenuo. El mero acto del periodismo es una actividad política. Nadie habla por hablar. Pero intentar hacer política, por y para la política misma, en los medios de comunicación, termina matando la esencia de nuestra profesión.
El periodismo tiene primero que ser, para luego encauzar su intencionalidad, con mucha sagacidad e inteligencia, siempre bajo la lupa de los principios.
Y esta reflexión es más imperiosa ante la evidente emergencia de medios de comunicación privados que utilizan el periodismo — en la mayoría de los casos con calidad — a favor de sus intereses políticos.
No pretendo ser ambiguo al respecto. Creo en el derecho que cada cubano tiene de proponer un proyecto de país distinto al actual, siempre que actúen de manera ética y no al servicio de potencias extranjeras.
Lo que me preocupa es el derecho a defender el mío.
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