Ya sabemos: el cubano ha sido durante todo un siglo el estereotipo del macho latino calentón y de la hembra latina sabrosona. Nadie es más fogoso que un cubano encuero sobre la cama. O de pie. O en cuclillas. O en cualquier posición. Porque somos candela viva, lo máximo de lo máximo. Somos un orgasmo andante, una bendición para curar de un solo palo la anorgasmia del resto del planeta, el pueblo elegido por dios para seducir y reproducir.
Mi pregunta sería entonces: ¿dónde está la pornografía cubana, dónde están nuestras revistas especializadas en el arte de bien gozar, dónde están nuestras sex-shops de imaginación ardiente, dónde están nuestras líneas telefónicas calientes como un negocio onanista contra la soledad, dónde está nuestro cine erótico en tanto arte y dónde nuestras salas eróticas de proyección, dónde están incluso nuestros burdeles legales, en tanto oficio que las sociedades más civilizadas del mundo ya han legalizado y dignificado?
La respuesta es muy simple: no están en ninguna parte, ni en el exilio conservador ni en la isla carcomida por un comunismo célibe, tan castrense como castrante. Y no están en ninguna parte por la sencilla razón de que somos un pueblo demasiado pacato, primitivo, provinciano: un país atrapado entre la hipocresía y el despotismo, entre una ideología izquierdista estéril y un infantilismo innato insultante (insulso, insular).
El castrismo fue solo la culminación de esta condición crónica: desde los tiempos coloniales, en Cuba no sabemos ni tampoco queremos vivir en la verdad. La mentira ha sido nuestro mejor elemento. El cubano no reconoce ni siquiera a su propio cuerpo. Podrá pasarse la vida haciendo el amor como un loco o una loca, pero nunca se atreverá a preguntarse por qué se pasa la vida haciéndolo. En este sentido, más que loco es un enajenado: una hojita a donde la lleve el viento del poderoso de turno (y, en este sentido, el cubano es un sujeto reaccionario). De ahí tal vez venga esa atracción mitad étnica y mitad etnográfica que los cubanos provocamos en muchos extranjeros. Los atraemos hacia un pasado paradisiaco que ellos nunca vivieron y del cual fueron desalojados cruelmente por el capitalismo.
En efecto, acostarse con un cubano es una suerte de bestialismo, pero sin el estigma moral de la zoofilia. Se trata de tener sexo perfectamente genital, al margen de toda complejidad discursiva más allá de la grosería y el gritico común. Pues se trata de penetrar y ser penetrado por un ser casi en estado de inocencia carnal, quien, para colmo de ridiculeces, confía en ser el más calenturiento conquistador o la más cruenta conquistadora.
En 1986, por hojear una revista PlayBoy en los baños del preuniversitario donde yo estudié en La Habana, vi expulsar deshonrosamente del Instituto Raúl Cepero Bonilla a dos amigos muy queridos, los dos brillantes estudiantes y gente mucho más decente que sus censores. Ninguno de ellos pudo después retornar nunca a sus estudios, hasta que ambos se tuvieron que exiliar en los años noventa, si es que querían comenzar a vivir una vida real.
Sin embargo, en el verano de ese mismo año de 1986, por su cumpleaños número 60, a Fidel Castro le pagaron quién sabe si un millón de dólares por conceder una entrevista exclusiva precisamente a PlayBoy, y el nombre del tirano quedó así impreso a toda leche en la portada de esa revista supuestamente pornográfica y tan penalizada en la Cuba castrista.
Y es que nuestro dictador edípico encarnaba en sí al súper-estereotipo del violador de machos y hembras por igual: un cubanófago radical. En este sentido, Fidel fue el fornicador hasta la saciedad de la nación cubana. A todos nos jodió y nos rejodió con su presencia ubicua, omnisciente y omnímoda: con su violencia verbal de bestia paternalista que venéreamente nos infectó de un infantilismo al punto de la imbecilidad. Con su criminalidad libidinosa de Máximo Falo y Vagina en Jefe bajo el mismo uniforme sin cuerpo (sus únicos órganos fueron los órganos de la Seguridad del Estado).
Y así seguimos los cubanos hasta el día de hoy. Creyéndonos unos cabrones, cuando no llegamos ni siquiera a la categoría de ciudadanos. Así vamos soñando con el sexo en masa como si fuera nuestra gran redención, cuando no somos más que los tristes siervos de una orgía de organizaciones de masas llamada todavía Revolución. Así vamos hasta el día de hoy los cubanos: víctimas que nos inventamos ser victimarios, mitómanos y mentirosos al por mayor, elementales como todo rebaño de reprimidos que sienten pánico de la libertad: desde la libertad de los cuerpos al desnudo en privado, hasta la libertad pública del ser social.
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