Vía móvil, José Ariel Contreras me había pedido que no se lo dijera a nadie.
-Llego a Pinar el sábado y me voy el lunes. Necesito que no lo comentes; fíjate que ni a mi familia se lo he dicho.
-¿Me darás una entrevista cuando llegues?
-Claro que sí. Respeto mucho el periodismo que tú haces. Además, sé que eres amigo de mi hermano Lazo.
Huelga decir que no rompí jamás el voto de silencio.
***
Odio ser imprudente. Sabía que en esos viajes breves la gente quiere estar con su gente en soledad, de manera que me tocaría estar en el pellejo del inoportuno. Pero tampoco iba a dejar pasar esta ocasión.
Así pues, me aposté en el portal de la casa de Pedro Luis Lazo. Se suponía que el hombre llegaría allí sobre las cuatro de la tarde, pero se retrasó casi dos horas. Por fin, un Peugeot verde aparcó frente al número 268 de la calle Martí.
Contreras bajó de inmediato. Sonrió –desde aquella humildad pavorosa que siempre le supimos, sonrió- y ensayó una disculpa innecesaria.
-¿Qué tiempo llevas esperando?
-Un ratico, pero eso no tiene importancia.
-Es que paramos a almorzar por la Coronela y el tiempo se fue volando.
Entonces me pasó el brazo por el hombro, me lo apretó con esa misma mano que tiraba un tenedor de mil demonios, y soltó la pregunta a bocajarro:
-Por fin, pariente, ¿cuándo van a repartir la herencia de los Contreras?
-Ya lo hicieron, compadre. Tú la cobraste completa.
***
La sencillez de José Ariel Contreras está fuera de dudas. Viste sin estridencias. Habla bajo. Gesticula con lentitud de bandoneón. Nada, como no sea el anillo de la Serie Mundial, delata en él al hombre que ha vivido en Nueva York, Chicago, Colorado, Filadelfia, Pittsburgh... No es su caso el del tipo que posa de guajiro. Contreras, a pesar del pulimento que da la buena vida, todavía lo es.
“Vamos a la entrevista”, propone cuando termina de bajar los equipajes. Ha sugerido beber algo, he dicho que “cerveza”, que “Cristal”, y él se sirve una línea del mejor Havana Club. Junto a nosotros, sumido en una calma tibetana, se sienta Jesús Guerra, “mi maestro, mi salvador, el hombre que me sacó del surco de boniatos”.
En ese justo instante, misterioso y repentino, pasa por mi cabeza un verso de Vallejo: “Quiero escribir, pero me sale espuma”. Las interrogantes que tenía en proyecto se han entremezclado en mi cabeza, y solo el bloc de notas logra compensar el efecto olvidadizo de los nervios.
No es para menos. Ante mí está sentado el pitcher imbateable de Vegueros, el abridor estrella del team Cuba, el novato de 32 millones de los Yanquis, el campeón de la Major League Baseball. Está más que decidido. Por un rato seré deliberada y deliciosamente inoportuno.
***
¿Crees que cuando te fuiste eras el mejor pitcher de Cuba?
-No. He tenido problemas por decirlo, pero siempre he creído que el mejor pitcher de todos los tiempos en Cuba se llama Pedro Luis Lazo. No porque haya sido el más ganador o porque sea mi amigo, sino porque pudo hacer lo que yo y otros muchos no han podido. Eso yo lo entendí después. Lazo era el mismo pitcher en el primero o en el noveno inning y creo que hasta bateaba si lo ponías a hacerlo. Yo le decía que venir a cerrar era más fácil, que era sacar tres outs y ya, y cuando estuve trabajando en el bullpen en Grandes Ligas no hubo día que no me acordara de él. Lo más difícil que hay en el béisbol es cerrar y no todo el mundo es capaz de hacerlo.
El 31 de marzo de 2003 debutaste contra Toronto y Eric Hinske te recibió con un tubey. Después de eso diste escón de ponches. ¿Cómo viviste las tensiones de ese día?
-Si no fue el juego más tenso, ha sido uno de ellos. Pero después de tirar tres pelotas uno entra en ambiente y lo disfruta. Es algo que nunca se olvida.
Llegaste a Estados Unidos con vitola de estrella, te contrataron nada menos que los Yanquis, pero después de dos campañas y una mala racha te transfirieron a los Medias Blancas. ¿Cómo asimiló ese golpe tu autoestima?
-Ante todo no creo que yo fuera una estrella, aunque sí me tocó lanzar los juegos buenos y lo hice bien con Pinar del Río y el equipo nacional. Al llegar a Nueva York me afectó el contrato que me hicieron porque saliera bien o saliera mal en el juego, en vez de mencionar mi nombre todo se resumía a “el hombre de los 32 millones”, y eso me ponía más presión para yo poder hacer las cosas. Aquello es un negocio y me costó trabajo entenderlo. Cuando me cambiaron de los Yankees para Chicago, yo lloraba como un niño porque no estaba acostumbrado a estar cambiando de conjunto ni de compañeros. Además, Nueva York era el equipo de mi papá, del Duque (excelente como pelotero y como ser humano), de todos los cubanos. Sin embargo, al llegar a Chicago me encontré con Ozzie Guillén, un manager y una persona excepcional que me dio tremenda confianza y apoyo. Esa fue la clave para que mis resultados mejoraran.
En los Yanquis te tocó coincidir con Derek Jeter, Alex Rodríguez, Roger Clemens, Alfonso Soriano, Mariano Rivera, Andy Pettite, Jorge Posada... ¿Qué recuerdos te llevaste de aquellos personajes?
-Cuando yo entré por primera vez al club house iba con mi guante y mis spikes (todavía con tierra colorada) en una bolsita. Me llevaron hasta mi vestidor y vi que allí había muchos guantes y spikes, y que se leía “Contreras-52”. Pero lo más sorprendente fue ver que justo en la taquilla de mi derecha decía “Clemens-22”, y que la de la izquierda decía “Rivera-42”. Imagínate, mi locker estaba entre esos dos animales. Después conocí a Jeter, que ha sido el mejor compañero de equipo que tuve en la vida después de Lazo. Jeter es un hombre increíble, una personalidad dentro y fuera del terreno. A esos peloteros yo los había visto en videos antes de salir de Cuba, y wow!, solo un año después estaba junto con ellos.
En la misma temporada que debutaste los Yanquis estuvieron a punto de ganar la Serie Mundial, aunque a la postre perdieron 4-2 ante los Marlins. Casi todos los sueños se te podían haber cumplido de golpe, pero no fue así. ¿Te sentiste frustrado?
-Muchísimo. En el mes de septiembre yo había sido el mejor pitcher de la MLB con 1.13 de PCL, cinco victorias sin derrota, y entonces vino la lesión. No obstante, hice mi trabajo, y cuando le ganamos a Boston en la Liga Americana sentí que éramos campeones porque los Marlins eran una banda de muchachitos: estaban Miguel Cabrera, todavía un novato; Alex González, Luis Castillo... La pelota tiene eso: hicieron un buen trabajo, se agruparon bien y nos ganaron. Nunca se sabe nada hasta el out 27.
¿Hasta qué punto te ayudó el Duque Hernández cuando pasaste de los Yanquis a Chicago?
-Yo llegué a Estados Unidos el ocho de octubre del 2002 y la primera llamada que recibí fue la suya. Me ayudó tremendamente. La gente a veces no sabe la persona que está detrás de cada jugador.
En 2005 alcanzaste la realización absoluta de todo pelotero al coronarte en la MLB. Y lo hiciste no como un jugador más del equipo, sino como uno de los protagonistas del éxito.
-Fue mi rendimiento máximo en el béisbol. Gané tres encuentros en la postemporada, e inclusive le gané un juego a Clemens, que era mi ídolo.
A la siguiente campaña fuiste elegido para el Juego de Estrellas, aunque finalmente no lanzaste...
-Estar ahí es un privilegio. A mí me chocó mucho no haber podido trabajar en el juego debido a que había lanzado en el último juego de mi equipo. Llegué a pedirle a Ozzie que me diera un inning, pero me lo negó.
Eras un lanzador flemático, pausado. ¿Crees que esa personalidad te ayudó a avanzar en la pelota o hubieras querido ser más agresivo?
-Mi personalidad no era así antes, pero uno aprende. Cuando llegué a la academia era un guajiro terco y tuve muchos problemas con mis compañeros. Esos mismos muchachos me ayudaron y yo cambié. Por eso creo que uno puede ser lo que quiera ser, solo hay que trabajar mucho para lograrlo. Lazo era agresivo en la lomita, por ejemplo, pero no se salía de juego, no perdía el control. El lanzador es el 75 ciento de la victoria del equipo y si uno se deja llevar por las emociones, se pierde. Al final, mi personalidad fue de gran ayuda para mí.
¿Cuál consideras que fue el principal aporte que te hizo el profesor Jesús Guerra?
-Él me sacó del campo y me subió en el box. Me descubrió por pura casualidad: un día yo estaba jugando tercera base y me tiré de cabeza para sacar un out en el momento que Guerra pasaba en su carro. Si aquello hubiera ocurrido un segundo antes o después, él no lo hubiera visto. Después de eso, me cambió completamente. Yo no sabía ni caminar y comía con cuchara porque no era capaz de manejar otro cubierto. Guerra me enseñó a trabajar duro y eso es lo que trato de transmitirle a mis hijos de nueve y once años.
¿Y cómo hace un muchacho para no perder la cabeza después de salir de un lugar perdido en la geografía cubana e ir a parar a Nueva York con un contrato millonario?
-En mi casa no había corriente hasta que cumplí 16 años; yo me crié con ‘chismosas’ y sembrando tabaco con mi papá. Salí de Las Martinas, casi pegado al Cabo de San Antonio, y desembarqué en Manhattan en medio de un reguero de edificios. Esas son cosas que chocan. Poco a poco fui haciendo los ajustes necesarios con la comida, la cultura y el béisbol mismo, me tomaron más tiempo que a otros, pero estoy agradecido de haber podido probar el sabor de esa pelota y haber estado en las World Series de 2003 y 2005. Lo que me inculcaron mis padres, los amigos y los entrenadores me llevó a actuar siempre con disciplina y respeto. Esa es la clave del éxito en todo lo que uno vaya a hacer en la vida.
Estabas en plenitud en el año 2006, justamente cuando Cuba quedó segunda en el Clásico Mundial. ¿Habrías querido lanzar en el juego decisivo?
-Me hubiera conformado incluso con estar en el dugout. Me acuerdo que estaba en el spring training rodeado de jugadores dominicanos, y cuando sacaron a Lazo contra Dominicana me subí arriba de una mesa a gritar por él porque yo sabía que aquello se acababa allí. Después de jugar mi última temporada en Grandes Ligas pasé años jugando en México, esperando a poder estar de nuevo en el equipo Cuba, aunque fuera de coach. Pero no pudo ser y ya la espalda y los años me pesan.
¿A qué velocidad estás tirando ahora?
-En un juego de aficionados en Orlando me midieron 91, 92 y varios envíos de 94. Tiré siete innings y ponché a 15. Hay varios equipos que me están llamando para que esté con ellos, pero ya jugué 28 años fuera de la casa y ahora quiero enseñar a mis hijos. A lo mejor más adelante lo hago.
Menos en tu breve paso por Colorado, siempre llevaste el “52” en la camisa. ¿A qué se debía esa preferencia?
-Ese número había sido el primero que había tenido Lazo, porque yo debuté con el “34”. Pero sucedió que en mi segundo año, por error, me dieron ese uniforme, y Pedro Luis me lo cedió.
¿Qué pesa más en tus afectos, el oro de Atlanta’96 o el anillo que ganaste con Chicago en 2005?
-El anillo. Para mí lo máximo siempre habían sido el oro de Atlanta y la plata de Sydney, pero eso cambió cuando llegué a Chicago y fuimos campeones de la Serie Mundial, después de 89 años sin ganarla. Yo no hablo inglés ahora, imagínate entonces. Le dije a Ozzie que dijera que yo le mandaba un saludo al pueblo de Pinar del Río y al equipo Cuba y me quedé impactado al ver a dos millones de personas alrededor de nosotros. Eso ha sido lo más grande de mi carrera, aunque guardo con mucho cariño cada una de mis medallas y mis juegos con Pinar del Río y el equipo nacional, donde estuvimos casi diez años sin perder. Veo esos juegos cada dos o tres días, los analizo y se los enseño a mis hijos. Yo soy un enfermo del béisbol. El béisbol es mi vida.
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