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Esta semana fue un niño de 10 años, en Unión de Reyes, quien apareció ahorcado. A finales del año pasado, fue una adolescente de 14 años, en Guantánamo, lanzándose desde una azotea. Las noticias que trascienden a los medios internacionales, que son bastantes, también son seguramente muy pocas, si las comparamos con la apoteosis de las cifras reales. Y es que, sólo en el 2016, por ejemplo, en Cuba los datos oficiales de muerte por “lesiones autoinfligidas intencionalmente” fue de 12,7 por cada cien mil nacionales: es decir, unos mil quinientos suicidas cubanos por año.
Un calvario secreto que recorre el adolorido espinazo dorsal de nuestra nación en fuga, desde los anónimos ciudadanos del futuro que ya nunca será, hasta el mismísimo primogénito de Fidel Castro: Fidelito Castro.
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Según un informe de 2014 de la Organización Panamericana de la Salud, en el caso de Cuba, el método más frecuente de matarse es por asfixia (71,6%), envenenamiento (10%), darse candela (9,2%), saltar desde una altura (2,9%), dispararse con armas de fuego (2,4%), cortarse las venas o los órganos vitales (2,1%), ahogarse (0,9%), entre otros métodos más o menos morbosos (1%).
En el 2005 el académico exiliado cubano Louis A. Pérez, Jr. publicó en inglés su libro de 500 páginas Morir en Cuba: suicidio y sociedad (To Die in Cuba: Suicide and Society) con la editorial de la Universidad de Carolina del Norte. Se trata de una investigación en profundidad a lo largo de los siglos, donde este historiador se pregunta las causas de por qué en nuestra Isla hemos tenido desde siempre la tentación de matarnos, además de, por supuesto, la vocación de matarnos entre nosotros mismos.
El suicidio, sea asumido como acto de patriotismo, o sea tenido como una debilidad de carácter, lo cierto es que nunca resulta tan personal como lo pinta el gobierno cubano (y los gobiernos del mundo, en general), sino que se trata de una reacción radicalmente política, tenga o no tenga un impacto inmediato en la sociedad, o ni siquiera cierta connotación filosófica-existencial.
En este sentido, suicidarse es siempre decir que NO: es negarnos a participar de cualquier sistema, así lo amemos o lo detestemos. Y no hay nada más político que sustraernos al despotismo colectivo, sea democracia o dictadura, sea paraíso o infierno. El purgatorio es siempre la opción menos esperada y, por eso mismo, la no-opción más políticamente personal. No por gusto el filósofo francés Albert Camus, en su libro El mito de Sísifo, consideraba que “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”.
Hablando sobre el libro de Louis A. Pérez Jr., el ensayista cubano exiliado Alejandro de la Fuente ha afirmado que “el suicidio no siempre fue una expresión de desesperación y desilusión”, sino que, en el contexto de las guerras independentistas, por ejemplo, “la muerte y el suicidio fueron una expresión de acción y de firmeza de carácter, no síntomas de derrota y desolación”. Sólo que, toda vez conseguida ya la República independiente, comenzó entonces una representación más bien cómica del suicidio, porque “la prensa diaria publicaba relatos sensacionalistas sobre intentos de suicidio exitosos o fracasados” y “los dibujos y caricaturas que presentaban en forma humorística y ligera el tema del suicidio —en el libro se reproducen algunos— aparecían con muchísima frecuencia en todos los periódicos y las revistas principales”.
Así que la Revolución castrista de 1959 no fue la apoteosis del suicidio ni mucho menos, pero sí fue su consagración política. Especialmente porque “el suicidio fue censurado como conducta impropia para los revolucionarios”, a la vez que Fidel Castro en persona popularizaba a la muerte como moneda de cambio moral, empezando por sus slogans fascistas de “Patria o Muerte” y, más recientemente, “Socialismo o Muerte”. Al respecto, el ensayo “Entre la historia y la nada. Notas sobre una ideología del suicidio” de Guillermo Cabrera Infante, incluido en su magnífico libro Mea Cuba, es una referencia obligada para entender cómo y por qué se suicidaban, o era obligados a suicidarse, los comunistas cubanos. Acaso también para predecir cómo y por qué se suicidarán, o serán obligados a suicidarse, los post-castristas cubanos.
La prensa oficial de la Isla, lo mismo que hace con el resto de la realidad, tanto local como internacional, escamotea este tipo de información. La considera demasiado sensible o incluso como una cuestión de seguridad nacional. De ahí que sean los medios alternativos de prensa los que, desde el exilio cubano, van sacando a la luz pública esta tragedia cotidiana.
Los pronósticos para el presente y el futuro inmediato parecen ser igual de tétricos. Es triste reconocerlo, pero es así. Nuestro pueblo se mata, así en la Isla como en el Exilio, y no hay mucho que podamos hacer al respecto. Diríase que, teniendo una historia tan corta como la nuestra, los cubanos igual ya estamos hastiados de ella: de su horror y su sinsentido, de su violencia bruta y verbal, pero, sobre todo, de su falta de fe y su desamor.
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