El escenario y los roles estaban predeterminados desde mucho antes: Díaz Canel sería el próximo presidente en Cuba, designado a dedo y por conveniencia, en un proceso del que los cubanos no habían decidido ni contado para nada -es cierto- pero aún así sorprende cómo ante un evento de esta naturaleza, los cubanos han jugado impecable y magistralmente el nulo papel que les han encomendado.
El mandato del pueblo es " dar continuidad a la Revolución cubana en un momento histórico y crucial" afirmó Díaz Canel en su discurso de investidura-pantomima, en clara evidencia de que desde la cúpula se adjudicaban, una vez más, el derecho de hablar por el pueblo, de decidir por su destino, con la absoluta seguridad que da saber que el pueblo no tiene más alternativa que acatar.
Ausentes de su primer discurso como presidente cubano no Castro estuvieron las tan manidas, de rigor y muchas veces hasta vacuas, promesas de escuchar al pueblo, de responder a sus intereses o solucionar sus problemas para mejorar sus condiciones. El gobierno de Cuba no cumple porque tampoco promete; no es una administración al servicio de los ciudadanos sino al servicio de una ideología, unas doctrinas y una necesidad patológica de perpetuarse que se convierte en origen y meta.
Triste y terriblemente sintomático resulta, sin embargo, que para los cubanos el día de ayer haya sido poco más que uno donde la programación televisiva difiriese algo de la de los días anteriores. Triste y desalentador es que se hayan recogido a un rol de espectadores donde ni los sentimientos -no digamos ya las acciones- les hayan quedado vetados y anulados tras tantas décadas de no poder participar, no poder decir y no poder hacer.
Personalmente, hubiese preferido ver evidencias de un pueblo iluso, engañado y hasta confiado en un porvenir luminoso que no les llega, en lugar de a un pueblo desesperanzado, apático e indiferente.
Aún asumiendo lo dificultoso que es conocer la opinión de los cubanos, pues son muchos los años de domesticación y adoctrinamiento sobre lo que está permitido decir y lo que no; llama la atención, y no para bien, el desaliento que se respiraba y se sentía en estas jornadas en Cuba.
No era solo miedo entendible a decir lo que se piensa, sino genuino y profundo desánimo, unido a la absoluta certeza de que la farsa electoral “es más de lo mismo”.
Un pueblo maniatado es cómodo de gobernar, un pueblo con miedo se paraliza; uno sin esperanzas, simplemente no existe.
Sorprende, y no puede ser más elocuente, que los cubanos hayan albergado más confianzas en la mano amiga de Obama y en su discurso hacia ellos que en la designación de un nuevo nombre o nuevo rostro - lo sabemos, no un nuevo modelo o partido- pero cambio al fin que de alguna manera impactará en sus vidas.
No ha habido transición, es cierto, se ha tratado de una puesta en escena, consecuencia directa de una imposibilidad real y biológica para eternizarse en el poder, pero ha habido un cambio, nimio y de una trascendencia aún por ver.
Los mensajes de no ruptura han llegado en directas e indirectas, en consignas y puestos clave, pero los cubanos han hecho impecablemente la voz sorda y, si bien ya no tienen los bríos de antes para gritar ordene y mucho menos para creérselo, sí han hecho suyo el peligroso pensamiento de 'nada cambiará' que los ha llevado a no participar y peor, ni tan siquiera desear.
Magistral ha sido la jugada, magistral y macabra.
Ayer, mientras en algunos lugares del mundo se asistía a la designación de un nuevo presidente del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros -sin demasiado júbilo, ciertamente-; los cubanos, en la Isla, seguían ocupados en resolver los problemas de su día a día y en ganar sus pequeñas grandes batallas diarias pues de su destino y sus vidas ya hace mucho se encargan otros.
Ahora que otro lance la primera piedra....
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