Al mediodía de este jueves una escuela de Pompano Beach, en la Florida, se cerró como un búnker. Las imágenes aéreas de helicópteros nos mostraban el hormigueo policial alrededor de la academia Blanche Ely. Al otro lado de las pantallas, los teléfonos o tabletas, cruzábamos los dedos. Esperábamos lo peor. Alguien había llamado a la Policía porque vio a un sospechoso armado en el campus escolar. El viernes nos olía a pólvora y a sangre.
A las 3 de la tarde reabrieron la escuela. El sospechoso no era sospechoso. No estaba armado. No era un desconocido siquiera: era un alumno del centro al que alguien, vaya usted a saber por qué, identificó como sospechoso de algo.
Yo nunca he estudiado en un sitio que interrumpe sus clases por una amenaza de atentado, pero no lo necesito para saber algo claramente: ¿qué cerebro escolar vuelve a concentrarse en las materias académicas luego de sentir sirenas de policía, alarmas estridentes de emergencia, lánzate al suelo, no hables, no respires, cierren con llave todas las puertas de metal?
Cuando alguien se pregunte por qué el 25% de los adultos estadounidenses no leyó un solo libro, ni uno, en ningún formato, durante el último año -según un estudio recién publicador por Pew Research Institute-; o por qué la primera potencia mundial palidece en un número 14 entre los sistemas educacionales del mundo según la Organización para la Cooperación Económica y el Desarrollo (OECD), por detrás de naciones como Nueva Zelanda, Islandia o Estonia, habrá que rastrear, de entrada, en qué cosa es el día a día hoy de un centro educacional en el país para comprender la magnitud de esta tragedia escolar y emocional que sufren nuestros niños.
¿Qué dice de una nación emborrachada de armas, proyectiles, enmiendas justificadoras, fusiles de asalto, muerte, el hecho de que el simple deambular de un estudiante por las áreas verdes de su propia escuela dispare semejante operativo policial como el de este jueves en la Blanche Ely, con el consabido gasto de las arcas públicas para tanta parafernalia de seguridad?
No dice: grita. Y grita con voz de insulto y vergüenza. Dice que muy jodida anda el alma de una nación donde los padres deben pensárselo cada día más para dejar a sus chicos en la escuela: ese beso de hasta más tarde puede ser el beso de hasta más nunca.
Nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros vecinos adolescentes se están muriendo en las escuelas. Ya no hace falta enumerar nombres fatídicos de escuelas fatídicas, ya no hace falta mencionar episodios de sangre marcados en nuestro calendario nacional: ¡son demasiados! Las efemérides lo son porque son pocas, pero si cada día del almanaque conmemora algo la festividad pierde su esencia. Es lo mismo con las masacres escolares americanas: son tantas que dejamos de conmemorarlas. Y eso es una aberración inexplicable.
¿Qué dice de una nación emborrachada de armas, proyectiles, enmiendas justificadoras, fusiles de asalto, muerte, el hecho de que el simple deambular de un estudiante por las áreas verdes de su propia escuela dispare semejante operativo policial como el de este jueves en la Blanche Ely, con el consabido gasto de las arcas públicas para tanta parafernalia de seguridad?
Algún día sabremos cuánto padre de este país se hartó de que los políticos que llevan en sus carteras tarjetas recargadas por la NRA no movieran un dedo por transformar esta sociedad, y las escuelas de esta sociedad, en algo más humano y seguro, y dejó de mandar a su hijo a aprender a leer y escribir. Y cuando eso pase, cuando el miedo a la masacre empuje a un padre a sacar a su hijo de cualquier escuela, el cáncer social de los Estados Unidos habrá llegado a un nivel de putrefacción insoportable. Que nadie diga que no lo vio venir.
Que nadie diga que no le pareció desde siempre una barbaridad que los niños de las escuelas de este país deban andar de simulacro en simulacro, aprendiendo cómo proteger sus vidas en caso de que un descontento compañerito entre a clase dispuesto a rociarles con plomo. Que nadie diga que no entendió la magnitud de la tragedia social cuando a los niños se les explica, en este país, que los libros gruesos deben llevarlos en mochilas a la espalda, no porque necesiten leerlos sino porque pueden servir como escudos antibalas.
Que nadie diga que no entendió la magnitud de la tragedia social cuando a los niños se les explica, en este país, que los libros gruesos deben llevarlos en mochilas a la espalda, no porque necesiten leerlos sino porque pueden servir como escudos antibalas.
Que nadie diga que no creyó su deber alzar la voz cuando a los jovencitos de Parkland les dijeron que debían llevar sus cosas impúdicamente exhibidas en mochilas transparentes. A eso hemos llegado. A ese nivel de bochorno social.
No, el episodio de este jueves en un centro escolar de Broward no es motivo para respirar aliviados ni para sonreír porque se tratara de un error. Es todo lo contrario. Es un símbolo atroz del desvelo y la paranoia con que se vive en los recintos escolares de este país, donde lo único que desde este jueves se puede decir: “¡Ufff… no fue aquí esta vez!”, y persignarse pensando en el próximo episodio que sí será.
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