Cuba semeja un gran zoco desordenado con operaciones de compra-venta y trueques en casi todos los ámbitos, pero vigilado por una policía fatigada que también interactúa en el bazar cotidiano, pero olfateando constantemente el ambiente para actuar con contundencia cuando el palo sobrepasa los límites no escritos entre el mal y el bien.
Paradójicamente, el Estado es el principal generador de ilegalidades porque es el mayor productor de pobreza en la isla y sus almacenes y empresas suministran munición variada para los delitos.
Pobreza, relativismo moral, policía deficiente y ausencia de contabilidad formaron un cóctel explosivo que no se hizo evidente mientras la URSS pagó la factura geopolítica por tener un portaviones en las narices de USA, pero que desde 1989 trae de cabeza a las autoridades.
La comunidad delictiva cubana ha infiltrado a la sociedad tardocastrista y ya exporta sus servicios a Estados Unidos y Europa, donde regularmente aparecen noticias de cubanos involucrados en delitos de fraude, estafa y, en menor medida, de sangre.
Los cimientos del bazar desordenado fueron la abolición de la contabilidad, una herramienta imprescindible, y la copia del método represivo soviético de fortalecer las fronteras exteriores en detrimento del orden interior, influenciado por el idealismo de que en el socialismo solo conviven vanguardias y pioneros.
Cuba poseía una de las tradiciones contables más eficientes de la región y su Escuela de Contadores Públicos gozaba de prestigio y era una oportunidad para las familias cubanas que no podían permitirse mandar a sus hijos a la universidad, donde una matrícula, en 1958, costaba 8 pesos anuales.
Los mejores profesionales de la contabilidad se exiliaron o se trasladaron a otros trabajos; mientras en la isla se afianzó el síndrome del Cajero-Pagador, un empleado protegido por barrotes y paredes que, el día de pago de nóminas, quizá atesoraba un millón de pesos; mientras en el almacén de al lado, con millones de pesos en recursos, cualquiera podía entrar como Pedro por su casa.
En paralelo, la policía se fue desprofesionalizando en especialidades como la investigación criminalística o prisiones y muchos oficiales asistieron, amargados, a la suplantación del investigador de toda la vida por un perro pastor alemán de olfato prodigioso, pero sin el cerebro de un buen policía.
En aquellos años explotó el administrador de la heladería Ward, en La Habana. Pero desgracia fue fortuita y no fruto de la pericia profesional. El entonces ministro de Interior, José Abrantes Fernández, iba en su Lada color azul ministro, con tres antenas y caja 5ta por la Avenida Santa Catalina hacia Boyeros y el administrador salió con su Lada de la heladería y se incorporó al tráfico haciendo que Abrantes tuviera que reducir la velocidad. El ministro sintió curiosidad por saber quien tenía otro Lada veloz en la capital y lo tiró por la planta.
Por encima y por debajo de estos costosos disparates, la escasez se hizo crónica y las personas comenzaron a relativizar aquel viejo dogma cubano de pobres, pero honrados; forzados a la picaresca en todas sus variantes, sin descuidar fingir lealtad política incondicional.
Normalmente, cuando alguien aspira a un puesto de trabajo, se interesa y negocia su salario; en Cuba casi nunca ocurre así, sino que el potencial empleado pregunta: ¿y hay búsqueda?, que es el subterfugio coloquial para saber si se puede robar y vender una parte de los recursos de la empresa que lo empleará.
El gobierno sabía que las magras cuotas de la cartilla de racionamiento apenas alcanzaban para diez días, pero terminó ahogando iniciativas como el Mercado Paralelo y Libre Campesino que, en los años 80 aliviaron las tradicionales carencias cubanas, en un experimento apoyado por Raúl Castro y que dirigió Humberto Pérez González hasta que el comandante en jefe descubrió horrorizado que la isla se llenaba de merolicos y tenderetes.
En paralelo, el Estado intentó reimplantar el control económico, pero se encontró con otro traspiés soviético, los graduados de Economía estaban formados para elaborar grandes planes quinquenales con ejes estratégicos que llenaban cuartillas y libros, pero no sabían llevar un Libro Mayor con el Haber y el Debe.
Pero aquel déficit no era el único inconveniente; a los almacenes habían ido a parar trabajadores sancionados por indisciplinas varias y con total desconocimiento no ya contable, sino también de los medios que debía custodiar. El entonces Ministro de Finanzas, Rodrigo García León, descubrió que Cuba gastaba miles de dólares en importar artículos que llevaban años durmiendo en los almacenes estatales y entonces se crearon las Ferias de Productos Ociosos.
Ya sabemos que el castrismo es campeón en eufemismos, pero los ociosos eran los almaceneros y directores de empresas, los productos estaban donde los habían depositado, aunque mal clasificados. De ahí que los cubanos acudieran en busca de una sartén y tuvieran que comprar un tubo de talco y una bomba para echar aire a las ruedas.
“Compañero. Lo que se lleve, anótelo en esta libreta. La Admón”. Rezaba un cartel en uno de los almacenes de las tiendas INTUR. Caribe en estado puro para alegría de los delincuentes que hicieron sus agostos con el desorden continuado en la economía cubana.
Lógicamente, estos robos contribuían a aliviar las tensiones sociales y evitaban estallidos porque la gente sabía que con dinero o trueques selectivos podía solventar sus carencias más apremiantes y abrirse nuevos caminos de supervivencia porque el amigo o vecino cercano también podría entrar en la rueda de la fortuna que diseñó la cultura de la pobreza instaurada por el castrismo.
La crisis económica de los 90 pilló a Cuba con su reserva de guerra intacta, pero que tampoco alcanzaba para todos los revolucionarios y la gente empezó a combatir hambruna y desgarro con más delitos que aportaron nuevas eufonías a la jerga callejera: no es fácil, faltante, escapar y resolver.
El entonces encargado por España de la reforma integral del Hotel Nacional comprobó estupefacto que del Puerto de La Habana al hotel habían desaparecido 40 cajas de azulejos encargados a fabricar a una empresa de Castellón (levante español) y cuando pidió explicaciones a la parte cubana, su colega le dijo: Ah, faltante, compañero, faltante…
La emigración fue una válvula de escape, pero también se generalizó el jineterismo en todas sus variantes, el robo, la malversación, el fraude en múltiples variantes, y el tráfico de drogas se hizo visible y preocupante para las autoridades que esta vez no podían apelar solo al recurso que lo malo siempre viene de fuera.
La Cuba de adentro y de fuera suele criminalizar a las jineteras mujeres, heroínas anónimas que usaron sus cuerpos y mañas, para aliviar el hambre de sus familias; pero poco se dice de los jineteros culturales y de los que día a día se prostituyen en diferentes instancias fingiendo lo que no son ni sienten.
Y las autoridades no anduvieron muy descaminados, pues en aquellos años, lo peor que llegó de fuera fueron las donaciones que convirtieron a Cuba en cementerio de chatarra tecnológica. Que fue una operación de mendicidad mundial disfrazada de solidaridad por los mansos al servicio del ICAP.
Curiosamente, empresarios cubanos vieron en la crisis una oportunidad para apostar por su país y defendieron, en sus reuniones con los burócratas del PCC y jefes del Ministerio del Interior, la opción de producir con calidad en todo los ámbitos que se pudiera, buscar alianzas ventajosas con empresarios extranjeros.
Hasta entonces, Cuba había sufrido una avalancha de timbiricheros listos que hicieron grandes fortunas a costa del hambre de los cubanos, que soportaron la humillación de que el régimen privilegiara al extranjero oportunista sobre el talento nacional que malvivía, mientras veía cómo el recién llegado se instalaba en un casoplón en zona noble, compraba varios automóviles y se casaba con mujer u hombre cubanos más jóvenes.
Esta humillación no fue casualidad, sino que obedeció a la orden de Fidel Castro de apostar por merolicos extranjeros y evitar a empresarios reales que pudieran acabar promoviendo transformaciones estructurales de la economía, que generaran prosperidad permanente y desembocaran en cambios políticos.
Y entonces apareció Hugo Chávez, un regalo celestial e inesperado, que sepultó los intentos racionales de empresarios cubanos y de Raúl Castro para racionalizar la economía, pero que enriqueció el bazar desordenado con su petróleo barato y sus programas delirantes, como aquella ocurrencia de asaltar las gasolineras con Trabajadores Sociales, un ejército costosísimo que llevaba en su alma la delincuencia.
Los cubanos son instruidos por esfuerzo personal y los programas educativos de la revolución, tienen el know how americano, como la contabilidad vejada, y son pobres por decreto dictatorial que prefirió una cuota –otra más- delictiva a la prosperidad y libertad de los ciudadanos.
Ya puede la Controlaora General de la República esforzarse todo lo posible en su complicada misión de controlar la economía y combatir los llamados delitos de cuello blanco que corroen al tardocastrismo de punta a cabo; mientras más rigorosos sean los controles, más ingeniosos serán los esfuerzos del hombre nuevo para escapar y resolver.
Una Cuba próspera, amparada en un Estado de Derecho, reduciría las tasas delictivas y alegraría a muchos cubanos, atrapados ahora en ese bazar caótico, donde sus miembros siempre andan con CUC y el sustico de tener que salir corriendo a esconderse; cual casa cubana, donde las cucarachas pululan en la oscuridad, pero si alguien enciende la luz, huyen y vuelan a sus escondrijos.
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