Nos vendieron la historia de la solidaridad. ¿Lo puedes creer? La vendieron bien. A nosotros y a todos, o casi todos. Nos dijeron que Angola, que Etiopía, que la URSS. Nos dijeron que los pobres y los cegados por cataratas en las calles sin oxígeno de las favelas venezolanas, los analfabetos de Bolivia, los olvidados de las cordilleras ecuatorianas, los desplazados y desclasados del gigante brasilero, todos ellos serían favorecidos por una bondad cubana como el mundo no había conocido igual.
El tamaño de la mentira fue solo comparable al tamaño de la náusea.
No dan otra cosa. No merecen otra cosa. No puede haber piedad imaginativa, pasamanos, condescendencia valorativa: son unos hijos de puta sin piedad ni conceptos. Como los peores. Como aquellos a los que la Mafia honorable colgaba de los testículos para recordarles que la dignidad debe doler o no es dignidad.
Algo muy malo debe estar expiando el pueblo cubano, algún karma de un pasado místico y oscuro: no hay más explicación para un gobierno tan malo. Tan perverso. Un grupo de rufianes sin límites que van por el mundo posando de solidarios, de bienhechores, apareciendo en las fotos de los nobles y los pequeños que dan todo, cuando en la oscuridad de los despachos tejen los hilos macabros del plan verdadero. La letrita pequeña detrás de tanta bondad.
Un puñado de burócratas dictatoriales dejará muy pronto a 28 millones de brasileros pobres sin cobertura sanitaria, según datos de la Confederación Nacional de Municipios de Brasil, en caso de que los 8.000 doctores cubanos regresen íntegramente a la Isla. Eso no ocurrirá. Pero muchos millones de pobres sí seguirán careciendo de los médicos cubanos que obedecieron y se volvieron a casa. Porque les dio miedo el tamaño de la represalia. Porque tiene hijos o esposas con vientres de hijos. Porque tienen madres enfermas. Porque tienen miedo. A veces basta solo eso: miedo. Por eso muchos volverán, aunque otros no.
Pero Cuba, ese concepto que lastimosamente engloba y simplifica a un gobierno abusador, dejará a una veintena de millones de personas sin doctores simplemente por la arrogancia del mayoral que hace con sus negros esclavos lo que mejor entiende. Los lleva a cortar la caña que mejor le surta sus propios bolsillos.
¿Dónde han estado los burócratas dictatoriales que de un plumazo regresan ahora a los médicos a casa, cuando la violencia se ha cebado con los colaboradores cubanos en Venezuela, país recordista mundial en violencia callejera y muerte y saqueos diarios? ¿Cómo por esas vidas no vela la sempiterna gerontocracia que ahora se hace la ofendida y sale, colmo de los colmos, a defender la moral o la integridad de unos médicos que no le han pedido defensa alguna?
¿Y por qué esos médicos nos han pedido defensa? Pues porque no hay nada que defender. No hay agravio. No puede advertir maltrato un profesional a quien el mandatario entrante de la nación donde él labora le intenta defender su derecho a cobrar un salario íntegro y decente, su derecho a tener a sus familiares con él todo el tiempo que necesite, y solo le pide a cambio que apruebe un test de capacidad que haría cualquier licenciado verdadero, cualquier profesional.
El truco de la ofensa no ha colado esta vez. Están a la cara. Ya no saben cómo maniobrar, cómo manipular, cómo tergiversar para salirse siempre con la suya. Han escogido el bailecito del honor esta vez. Otra vez. Ya ni imaginación les queda. Son viejos en cuerpo y en recursos.
Jair Bolsonaro les ha dado donde les dolía. Y a mí, que el legislador derechista me causaba resquemores por ciertas posturas con las que no comulgo, no me ha quedado más remedio que abrir mis ojos y mi boca de par en par: ¡por fin alguien les da un jodido gancho en las costillas! Y por fin lo hace alguien diferente de los gringos. Por fin alguien más sin miedo a buscarse la enemistad de quienes, según recordaba el mexicano Jorge Castañeda, han sido siempre ellos quienes han elegido a sus enemigos. Y los han logrado aislar a fuerza de mentiras y victimismo internacional. Pues esta vez convengamos en algo: apareció uno dispuesto a arruinarles la comparsa.
“Les quiero pagar directamente a los tuyos, quiero que tengan sus familias aquí, quiero que certifiquen sus conocimientos, y si te emperretas y decides llevártelos les ofrezco asilo y veremos cuántos te besan el anillo otra vez y cuántos deciden aferrarse a la libertad”. La jugada ha sido maestra. E inolvidable.
Antes de llegar al poder, Jair Bolsonaro ha dado un puñetazo a la mesa solo comparable con el que diera hace unos quince años el salvadoreño Francisco Flores: el único con la densidad testicular suficiente para llamar matón, hipócrita y apandillado a un Fidel Castro que no daba crédito a lo que oía, en público y con micrófonos. Todavía me río de verle tomarse el agua de su vecino en la mesa presidencial, nervioso como un escolar sorprendido en falta.
La ferocidad del odio castrista contra Bolsonaro solo será comparable, digámoslo desde hoy, con la que dedique a esos médicos que ahora mismo ya han decidido no volver atrás. En cada uno de ellos, va un puñetazo adicional a las costillas del poder autoritario habanero. Y ese puñetazo no lo va a olvidar la tiranía. Aunque solo sea durante el puñadito de años que le resta en pie antes de venirse abajo como un castillo de naipes tropical.
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