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Los recientes brotes de violencia en Ecuador y Chile y las elecciones en Argentina y Colombia vuelven a colocar sobre una parte del tablero geopolítico regional la errónea percepción de que las revueltas ciudadanas contra gobiernos de derecha y el triunfo de partidos y coaliciones de izquierda en las urnas obedecen a una estrategia diseñada en La Habana, cuyo poder real sigue sobredimensionado por causas históricas y emocionales en muchos latinoamericanos y, especialmente, en cubanos de varias generaciones.
El Gobierno cubano carece de influencia real en los acontecimientos regionales desde 1989, cuando el fallecido Fidel Castro enarboló la tesis de la revolución pospuesta y se dedicó a sobrevivir hasta que se le apareció Hugo Chávez con quien reeditó la asistencia energética y financiera Made in URSS, pero evitando inmiscuirse en conflictos ajenos, cuidando la relación con Washington, despolitizando la emigración y moderando su discurso en el ámbito multilateral.
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Pero algunos insisten en conceder a La Habana un peso desmesurado en los asuntos internos de países del área, cuando su alcance se limita a Venezuela, y ya ha transmitido a la Casa Blanca, a través de Canadá, que apoyará a Nicolás Maduro hasta el final. La postura cubana obedece a su necesidad vital del petróleo venezolano, pero no tiene fuerzas para inmiscuirse en otras naciones, menos aún frente a Donald Tump, que ha castigado a La Habana por su injerencia en el tardochavismo.
Cuba es la única dictadura en el continente y sigue siendo una anomalía antidemocrática en una región que superó la funesta etapa de totalitarismos de derecha y vive estremecida por la huida en masa de venezolanos del infierno madurista. La misma región que ha sido en extremo generosa y paciente con La Habana, olvidando viejos agravios subversivos y de invasiones, y propiciando su integración en mecanismos multilaterales.
Las causas de las sublevaciones en Ecuador y Chile y los resultados electorales en Argentina y Colombia hay que buscarlos en esos países y no en una Habana débil, concentrada en su complicada supervivencia.
Los ciudadanos han aprendido que la alternancia democrática es el mejor antídoto ante salvapatrias de izquierda y derecha y ejercen su voto, respaldando y rechazando, las opciones que considera beneficiosas y dañinas a sus intereses, como acaba de ocurrir en Uruguay este domingo, donde el Frente Amplio se enfrenta a una segunda vuelta en la que podría perder el poder, tras 15 años de gobierno, con aciertos y desgaste.
Evo Morales está acabado políticamente y –aún cuando logre remontar el clima adverso que ha provocado con su pucherazo electoral- desde que forzó la modificación constitucional para reelegirse eternamente puso límite a su mandato y contaminó una gestión que ha sido eficaz en la reducción de la pobreza y en la creación y reparto de riqueza.
Lógicamente, la izquierda transversal, que está empeñada en una IV Internacional desde la caída del Muro de Berlín, incorporando a su discurso los Derechos Humanos, el movimiento de gays y lesbianas y el medio ambiente, intenta sacar tajada de los últimos acontecimientos y La Habana no duda en presentar la derrota de Macri como un éxito casi propio; mientras airea las protestas en Ecuador y silencia las de Bolivia.
Nada raro, pues la izquierda tiene en la pobreza la arcilla fundamental de su obra y Cuba se aferra a cuantos traspiés democráticos sufren los partidos que no le bailan el agua a su hipócrita discurso de libertad y derechos humanos. La siempre emocional Mariela Castro Espín se pasó de rosca atacando al presidente democrático de Chile, insultándolo, pero alguien tuvo el acierto de rogarle que no defendiera a los chilenos y se ocupara de los atropellos que la casta verde oliva, encabezada por su padre, inflige a la mayoría de los cubanos.
Las derechas de Argentina, Chile y Colombia tienen responsabilidad en los vuelcos electorales y en los brotes violentos porque siguen sin entender que la mejor política es conjugar la contención del gasto público con un sistema tributario que evite la evasión de los más ricos y el fraude en capas pobres estabuladas electoralmente por sus adversarios de izquierda.
América Latina seguirá en la senda democrática, con brotes violentos como los vividos recientemente, si no rectifican los gobiernos, pero La Habana no tendrá influencia alguna porque obedecen al agotamiento de modelos políticos propios en determinados países, como le está ocurriendo a Evo Morales y al Frente Amplio uruguayo y no a maniobras del residual aparato castrista.
Cuba es una dictadura militar y empobrecedora, con 60 años de antigüedad y con su capacidad de influencia mermada en el ámbito internacional, pero aún seguirá un tiempo viviendo el espejismo que generan su nociva propaganda y el reflejo condicionado en la mente de muchos cubanos que siguen sobredimensionando el poder real de sus opresores.
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