En cualquier país civilizado del mundo, la muerte de tres niñas es mirada con lupa por las instituciones encargadas de preservar el bienestar social. O en última instancia, eso que se llama la vida.
Solo cuando no cupiera duda alguna, tras una investigación exhaustiva, de que la muerte de tres niñas en un mismo incidente fue producto de un imponderable, una desgracia accidental o imposible de prevenir, las instituciones lamentarían la pérdida y nada más.
Un balcón que se cae y mata a tres niñas no es un imponderable del destino. No es un accidente. Por el contrario, es una circunstancia tan previsible que aquellos cuya negligencia hizo posible la tragedia deberían estar ahora mismo en la cárcel. De manera express.
El problema es a quién responsabilizar.
Porque los primeros eslabones de la cadena serían los obreros demoledores que tardaron más de lo debido en acabar con la estructura, los inspectores que no inspeccionaron, los señalizadores que no aislaron el área. Pero el día en que se empiece a castigar a esos eslabones débiles, nadie sabe qué pueda pasar. Cómo se puedan revirar contra los verdaderos culpables.
Entonces, mejor la impunidad. La culpa que sea de nadie y de todos. Esa es la suerte de pacto que rige el caos en países donde las instituciones se quedan en el esqueleto como monigotes sin lana dentro.
Un balcón que mata a niñas sin que haya indignación nacional es sintomático. Es un perfecto termómetro de degradación social a la vista de todos.
Un balcón que mata niñas sin que haya horror en cada periódico, en cada noticiero, en cada voz de un locutor radial, sin que se exija que alguien pague por esto, desnuda a dónde puede llegar el salvajismo en una sociedad cuando se anula el rol de las instituciones y se impide el estado de derecho.
Cuando una prensa calla ante muertes que escandalizan por miedo a señalar a los culpables, y se refiere a niñas de entre 10 y 11 años como adolescentes, para rebajar canallescamente la magnitud del horror, hace lo que se espera de una prensa servil: sirve al poderoso contra el oprimido.
Cuando un canciller como Bruno Rodríguez usa Twitter para enviar condolencias por la muerte de un basketbolista estadounidense, y no por las tres hijas del pueblo al que en teoría debería servir y honrar, está siendo consecuente con el desprecio que sienten las dictaduras por sus súbditos.
Cuando a un presidente ilegítimo le toma casi 72 horas y 18 tweets escribir el que ofrece condolencias por la muerte agónica de esas tres almas, y cuando lo hace desde la más profunda frialdad e indiferencia, como quien no se siente aludido ni cree que deba ofrecer explicaciones o encontrar culpables, nos está recordando que él, y todos los que le permiten mantenerse en el poder, son los verdaderos culpables.
Quienes hoy en Cuba saben que un balcón aplastó a tres niñas que tomaban un helado en La Habana Vieja y han seguido la rutina del día como si nada, sin exigir explicaciones, sin gritar que basta ya, sin movilizar un ejército de disconformes contra los culpables de que los balcones se caigan todos los días en todas partes del país, han interiorizado como normal lo que en una sociedad normal sería barbarie. Porque es barbarie.
Los cubanos dan por normal que 26 ancianos mueran de hambre y frío en un psiquiátrico, como sucedió en 2001, con la misma naturalidad que un vecindario de Kabul entiende que las bombas o las ráfagas de ametralladoras son parte de su cotidianidad. Nadie en su sano juicio pide ahí responsables o soluciones. La barbarie sembrada en la conciencia social.
Recuérdalo cuando llegue la próxima desgracia cubana, cuando otros balcones agrietados o vacunas en mal estado o camiones accidentados o aviones colapsados, maten a los niños que amamos y los responsables verdaderos no se sientan responsables: es el precio de mantenerlos en el poder. Y lo paga día a día todo cubano que no alza su voz.
Desde alguna parte Emmanuel Kant nos recuerda su máxima como un trueno: "Quien voluntariamente se vuelve gusano, no debería lamentarse cuando alguien decida pisotearlo".
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