Las ciudades cubanas tenían una bodega en cada esquina. La mía se llamaba “La Única” y fui a comprar el pan en ella, sola, por primera vez a los 7 años. El bodeguero tenía siempre un lápiz detrás de la oreja y estaba invariablemente parado tras el mostrador.
Entre las primeras referencias que existen sobre las bodegas cubanas está el testimonio que Eliza Mc Hatton-Ripley dejó en su libro From flag to flag (De bandera a bandera), publicado en Nueva York, en 1889.
Eliza, tras vivir 10 años en Cuba como dueña de un ingenio azucarero, describe la existencia de innumerables bodegas pequeñas y cantinas baratas “donde los trabajadores blancos y de color comían uno junto al otro pescado frito o sopa de ajo y bebían aguardiente o vino tinto”.
La autora cuenta además como en algunas de aquellas bodegas se servía un café rico, delicioso. El ambiente era de vecinos conversando y comprando víveres u otros muchos productos. Así fueron las bodegas cubanas en sus inicios.
Los temas de conversación en una bodega trataban desde los pormenores del día y cuestiones políticas, hasta simples chismes. Por allí pasaban todos a comprar de todo y mientras lo hacían, dedicaban algo de tiempo para pulsar la vida del barrio.
En la década de 1960, el Estado intervino los negocios privados y retiró la propiedad de los establecimientos a los bodegueros. Prefiero pensar que no previó la magnitud de la transformación social que semejante hecho conllevaría para el pueblo cubano.
Lo primero que destruyó fue las familias que habitaban cada esquina de la ciudad. La mayoría de esas bodegas eran negocios familiares y muchas veces sus propietarios vivían en una casa adosada o encima. Incluso los más humildes, ocupaban un cuarto al fondo de la tienda.
Al limitar la venta de alimentos y alcoholes, la gestión comercial de estos establecimientos se redujo drásticamente. También se eliminaron los productos de quincalla y se modificaron los horarios de apertura y cierre. Para rematar se normó el consumo de víveres en la célebre Libreta de Abastecimientos.
Aquel local que permanecía todo el día y largas horas de la noche ofreciendo servicios, se ajustó al modelo estatal planteado para el “pueblo trabajador”. El cambio fue tan irracional, que hasta hoy la gente se escapa del trabajo para poder hacer las compras de comida en Cuba.
En la República hubo muy pocas bodegueras. Era un oficio mayoritariamente de hombres y aunque había muchos españoles que se dedicaban a ello, también hubo chinos y cubanos bodegueros.
Aunque las cuentas hasta hoy se sigan haciendo a punta de lápiz en las bodegas cubanas, desde la década de 1960 se acabó la venta fiada. Un poco después fueron desapareciendo víveres, licores y hasta los cartuchos, una palabra que ha caído en desuso.
El papel parafinado que tanto me gustaba pedir de niña para copiar dibujos, lo volví a ver en Europa casi treinta años más tarde, mientras me envolvían jamón y chorizos, por cierto, otros desaparecidos de las bodegas cubanas.
Las bodegas en Cuba sobreviven con cuatro cosas que siguen en la venta normada. Se llenan de gente solo el día que entra pollo o huevos. Venden alcohol, mucho ron y cada vez menos café.
Los mejores aliados de los bodegueros no son sus proveedores, ni sus clientes, sino sus gatos, que custodian la mercancía para que no la devoren los ratones. Todo es triste, oscuro y feo en los anaqueles vacíos.
En las esquinas de La Habana resisten las bodegas. Enrollan sus persianas deshechas y abren las puertas, entre la basura y los escombros, ante la mirada indolente de la gente que cada vez la visita menos. Hay poco que comprar allí, a veces nada.
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