El grito de Sean Penn y Ann Lee porque el ejército estadounidense reciba la voz de mando y comience a combatir el coronavirus aquí mismo, en casa, ha retumbado como un trueno en cielo despejado.
No es para menos. El simplismo de identificar esta catástrofe humanitaria que estamos viviendo, con un microorganismo 18 veces más delgado que un cabello humano, convierte automáticamente el vocablo ejército en un anacronismo.
Pero quienes han visto la diferencia que puede marcar una enorme masa humana entrenada para actuar con la mayor eficiencia posible, saben lo que piden.
Ann Young Lee es la CEO de la organización humanitaria que desplegó sus efectivos en Haití tras el terremoto que mató a 200 mil personas en tres minutos, en 2010. El actor Sean Penn fue su embajador principal en Puerto Príncipe.
Ambos vivieron la tragedia durante semanas enteras. Ambos están pidiendo que, como sucedió en Haití, el ejército de Estados Unidos tome las riendas operativas cuanto antes, esta vez en el suelo nacional.
El COVID-19 ha pateado el tablero de una forma tan grosera que es como si aún no nos recuperáramos de la sorpresa. Estamos paralizados. En una conversación-catarsis le dije a un amigo este fin de semana, por Whatsapp, que las reacciones de los principales países y líderes del mundo moderno me recordaba, para mi espanto, las que tuvieron los soviéticos cuando Chernobyl.
En la obra maestra que escribiera sobre la catástrofe nuclear, Svetlana Alexiévich apuntaba un dato revelador: era lo nunca visto. ¿Cómo se reaccionaba contra un enemigo invisible, inoloro, incoloro, que te decían que estaba ahí delante, que debías huir despavorido, aunque no vieras ni sintieras nada?
Nadie actuó a tiempo. El desconcierto es hermano gemelo de la parálisis.
Aunque nos cueste admitirlo, no estábamos preparados para un contagio tan feroz como el del coronavirus COVID-19. El planeta, la civilización nuestra, ha quedado retratada. El éxito de Singapur y Corea del Sur son las excepciones que confirman la regla.
Italia, precisamente Italia, la cuna de la civilización occidental, el vientre del Renacimiento se está muriendo hoy a una velocidad que da deseos de llorar, de verdad. Los viejos de Piamonte, apiñados en sarcófagos contiguos, son una metáfora grotesca que no podemos ignorar.
Y si en medio del caos y el desconcierto alguna masa humana puede tener códigos que el resto no, esa masa lleva uniforme y su hábitat natural es el caos, el desconcierto.
“Hemos visto de lo que es capaz nuestro ejército cuando en lugar de matar, se le da la oportunidad de ayudar”, escribieron Ann Lee y Sean Penn en The Guardian, y a mí la piel se me puso de gallina.
“Te aseguro que la efectividad de un ejército entrenado como ningún otro, con un millón 250 mil efectivos dotados del equipamiento y la mentalidad que nadie más posee en estos tiempos, podría ser, en efecto, el parteaguas que nos separe del abismo que tenemos en frente”, dijo hoy a CiberCuba el Mayor Capitán retirado de las fuerzas estadounidenses Daniel "Dan" Perdomo.
“Quienes solo ven a un soldado como una máquina de matar olvidan que el rifle es solo el punto final de esa máquina cercana a la perfección. La mentalidad que tienen es más fuerte que sus rifles”, nos precisó el ex mando militar.
No ha existido nunca una masa humana más cohesionada, probada en escenarios más caóticos y descontrolados, que el US Army. Se entrenaron en las academias más rigurosas jamás pensadas, se curtieron en los conflictos más complejos de la geografía planetaria.
Un ejército adaptado a lidiar con todo en contra, lo mismo la geografía afgana que las riñas tribales libias o la precariedad extrema haitiana, ¿de qué no sería capaz si desplegara su máxima potencia y capacidad en el suelo por cuya defensa juran con la mano en el corazón?
Los 22 mil soldados que Estados Unidos envió a Haití permitieron un oasis de orden allí donde la tragedia hacía todo más volátil. Si CORE (la organización de Lee y Penn) pudo tejer una red de 60 mil colaboradores en un gigantesco campo de casas de campaña, con hospitales y recursos humanitarios que llegaban desde todas partes del mundo, fue gracias a la capacidad ilimitada de soldados que trabajaban hasta treinta horas seguidas sin dormir, y todavía se podían mantener vigorosamente en pie.
Quienes creen que los estragos del coronavirus en Estados Unidos se borrarán solo con ciencia y paciencia, deberían mirar en Italia o Irán lo que causa un desborde absoluto de las capacidades hospitalarias de un país o una región.
Cuesta entender lo que implica Miami o Manhattan sin camas en salas de terapia intensiva, porque no estamos preparados para un número demasiado elevado de personas enfermas de gravedad a la misma vez. Y de nada vale no querer entender: o nos preparamos para ese escenario, o lo pagaremos el doble de caro.
El US Navy, por ejemplo, tiene verdaderos hospitales flotantes. Se llaman USNS Comfort y USNS Mercy. Ambos tienen en sus panzas mil camas para tratar a enfermos con absolutamente todo lo que requiere un hospital. Y si bien no están diseñados para brotes infecciosos, sino más bien para casos de trauma, pueden jugar un rol importantísimo: hacer espacio en los hospitales de tierra. Acoger a los pacientes no infectados con el COVID-19 y dejar sus camas libres para los casos nuevos.
Las posibilidades son infinitas. La capacidad de respuesta en la distribución de implementos médicos, agua o víveres en general, se multiplica por cien si el ejército se involucra. Y de la capacidad de control en potenciales brotes de crimen o delincuencia, creo que no hace falta hablar.
En el momento en que esos científicos que trabajan hoy como posesos, den con la clave de una vacuna milagrosa, necesitaremos de una organización colosal que emprenda esa vacunación masiva sin precedentes.
Las instituciones fueron creadas por el hombre para protegerse a sí mismo. En tiempos de paz jamás pensamos en el ejército. Antes, nos valemos de la policía o de los tribunales. Pero si llegan las amenazas, sea de la índole que sean, las fuerzas que hemos amasado y entrenado deben salvarnos el pellejo.
Y no me cabe duda alguna: no hay un solo hombre en ese US Army que no dejaría hasta el último músculo o la última neurona en el empeño de cuidar a su propia gente, en su propio terreno.
Si el coronavirus está poniendo a prueba nuestras fragilidades, es hora de poner nosotros a prueba nuestras fortalezas.
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