Estoy en Urgencias del hospital Vithas Nuestra Señora de América. Un centro asistencial privado, concertado con la Sanidad pública (estatal) española, superado por los casos del ahora conocido como Covid-19; en Madrid, donde vivo y me he resistido, inútilmente, a entrar en la cadena de producción y ensamblaje de cadáveres que ha convertido a los hospitales en la pendiente casi inevitable hacia una muerte en soledad.
Mi casa, que al cabo de treinta años se ha convertido en mi propio museo, en la historia de mi ya larga vida, era el lugar ideal para morir. Pero llegó el Coronavirus. Así que luché contra la realidad con todas mis fuerzas, hasta que no me quedó otro remedio que ceder.
Había pasado días con tos, fiebre, sin comer y engañándome – es solo un catarro- por miedo a contagiarme en un hospital abarrotado. Un especialista amigo me presionó para que llamase al Centro de Salud. Al poco tiempo, entró por la puerta de mi casa un hombre disfrazado con tales mascarillas, gafas y gasas azules que envolvían la cabeza y el cuerpo, que infundía más miedo que confianza: Era mi Médico de familia. Su diagnóstico fue neumonía en ambos pulmones, sin más opción que el ingreso inmediato en un hospital, lleno hasta la terraza, de otros infectados por el virus.
Pensé en la peste bubónica, en el terror al contagio que condenaba a los enfermos al abandono y a la muerte en soledad. En el hospital yo seré una apestada más, donde familiares, amigos, ni conocidos podrán acompañarme en la enfermedad; tampoco despedirme en la muerte.
Como si eso fuera poco, el pensar en dejar a mis animales -mi perra Isadora, y mis gatos Catón y Zapaquilda- en manos desconocidas y en cual sería su destino, tras mi muerte, hacía que la decisión me llenara de angustia. Pensé en mi hija y en mis dos nietas, en New York, también en peligro y tan lejos que sería impensable contar con su presencia.
Y aquí estoy, suplicando una cama en el exacto lugar que antes me horrorizaba. Y veo, con asombro, cómo mi vida ha cambiado en minutos.
El acceso no fue fácil. La Urgencia estaba cerrada. Ya no cabía nadie más, pero tuve suerte. Me hicieron sentar en la sala de espera general, desmayada, anestesiada por el malestar y la fiebre, esperando saber si me admitían o me mandaban a otro hospital, Dios sabe dónde.
Era 23 de marzo y la pandemia en esos días, poco después de la manifestación ultrafeminista del 8 de marzo, había alcanzado dimensiones importantes. La vicepresidenta Carmen Calvo había acudido a la manifestación tras publicitarla diciendo que a las mujeres les iba en ello la vida. A algunas les fue literalmente la vida y otras trasmitieron masivamente el virus. La propia Calvo enfermó.
Pasó un tiempo que no puedo recordar hasta que me mandaron a entrar en la zona de urgencias. Me han admitido, gracias a Dios y a una doctora compasiva. Pasé a una primera sala de espera. Junto a mi se sentaba un joven chino, musculoso, algo pasado de peso y en aparente buen estado de salud que, a menudo, entraba y salía pegado a su móvil.
Cuando nos ordenaron ir a otra sala de espera, más pequeña, ya me resultaba difícil caminar, así que llegué última. Éramos pocos: El oriental, un hombre de unos 50 años, dos ancianos y yo. Uno de los ancianos llegó en silla de ruedas, era de edad muy avanzada y parecía tener algún problema mental. No paraba dos segundos en la silla, sentía un impulso irreprimible de levantarse, recorrer el pasillo y entrar en las habitaciones, indiferente a las llamadas de atención del enfermero. Tanto incordiaba que se ganó la primera cama disponible.
El paciente de la China del norte llegó primero y se abalanzó al único asiento cómodo de la sala: Un sillón azul almohadillado con reclinatorio para cabeza y piernas. Indiferente al estado de los dos mayores y al mío propio -supongo que se preguntaba porqué no me habían eliminado al nacer- se acomodó sin pudor y sin quitar la vista del móvil.
Una enfermera apareció en el pasillo. Venía directamente hacia mi, trayendo tubos de plástico que conectó a una de las salidas de oxígeno y a mi nariz. Parece que la doctora que me valoró al entrar no vio las cosas claras.Ya oxigenada esperé un tiempo interminable, siempre débil y con la sensación de resbalarme de la silla. Fui última en la obtención de una cama.
Todos, hasta el oriental “mucho come-mucho come” fue subido a planta antes que yo. Eran las nueve de la noche: habían pasado cinco horas desde mi llegada a Admisión del hospital. Un camillero, joven y enérgico, me trasladó en silla de ruedas, a gran velocidad, a la planta primera, habitación 104.
Me gustó el 4. Creo que mi madre asociaba ese número con Santa Bárbara, que en la versión sincrética Yoruba representa a Changó, dios de los rayos y de los truenos, símbolo de la virilidad y la fuerza. Buena señal.
La habitación era blanca y con un fuerte olor a nada, que es el olor de los buenos hospitales. Fue como entrar en una nube, todo desdibujado y disperso. Lo único que recuerdo con claridad fue que me trajeron una bandeja con la cena. Tenía hambre. También me dieron una bata azul pálido, abierta por uno de sus lados y con lacitos.
Ajustaron la cama y me facilitaron un dispositivo blanco con una tecla roja que se iluminaba al pedir auxilio. No recuerdo nada más. O sí, recuerdo que esa noche no pude dormir porque una tos compulsiva me propulsaba sobre la cama y me ahogaba, a pesar de la fuerte dosis de oxígeno.
Actuaron con rapidez: Con la cena me dieron la primera dosis de hidroxicloroquina, ese medicamento del que ahora no se dice nada bueno en los medios. Lo único que se de la Cloroquina, es que me salvó.
El resto de los días fueron todos iguales: Una sucesión de actos rutinarios que anularon la percepción del tiempo y que consistían en:
Toma de constantes.
Desayuno y medicamento
Me duermo
Visita de la señora de la limpieza.
Toma de constantes.
Visita de la doctora.
Sigo durmiendo
Comida
Sigo durmiendo
Toma de constantes.
Merienda
Sigo durmiendo
Toma de constantes
Cena
Toma de constantes
Me despierto.
Empieza la noche.
Esperaba la noche con temor. Era lo peor. Subía la fiebre y aumentaba la tos. Aguantaba todo lo que podía antes de llamar a la enfermera por temor a molestar sin necesidad y porque no entendía la voz que desde un pequeño emisor respondía a mis llamadas.
Esta rutina cubre todo el tiempo que duró mi permanencia en la habitación 104.
En ocasiones -por desgracia, frecuentes- la rutina se interrumpía para dar paso a tomas de sangre venosa y a la espantosa toma de sangre arterial. Sentí que me trataban con mucha dedicación, gran profesionalidad y hasta con cariño.
Aún recuerdo el nombre de las algunas enfermeras, como María y Gema y muy especialmente el de mi doctora, Asunción. Un día, Gema me tomó la mano con sus guantes azules y eso me alivió y me conmovió.
Recuerdo la sensación de culpa cuando utilizaba el llamador para cualquier cosa, a veces importante, a veces menos. En la puerta de mi habitación había dos letreros que avisaban del peligro: “Antes de entrar en esta habitación consulte con la enfermera” Las enfermeras tenían que vestirse especialmente para entrar en mi habitación y yo me sentía responsable de esa molestia añadida a su cansancio.
Desarrollé un profundo sentimiento de gratitud hacia ellas. Se que también lamentaban la tortura que tenía que infligirme a menudo, sobre todo la de la toma de sangre arterial, que a veces provocaba mis gritos. Esto sucedió cuando, casi al final del confinamiento hospitalario, me sentí incapaz de soportar el dolor y el grito fue mi válvula de escape.
Pasaba la noche en vela. Mi único entretenimiento era la lectura, en el móvil, de SIDI, una novela que narra algunas de las batallas del Cid y describe su personalidad. La devoré en un par de noches. La forma en que los hombres del Cid soportaban las vicisitudes, la fe ciega en su jefe -un símil con Dios- y cómo encaraban la muerte y la aceptaban como cosa implícita, me infundió valor y tranquilidad.
Mi cama de la primera planta estaba junto a una gran ventana, lo que facilitó y alivió, durante el día, la espera infinita. La ventana era contigua a un pasillo de servicio y a una de las calles que rodea el edificio. Hubiera sido más divertido ver la calle, pero una muralla de armarios grises me lo impedía. No obstante, sí que podía ver la copa de un arbolito de Madrid.
Era el mes de marzo y el árbol carecía de las condiciones necesarias para eclosionar. Para mayor desventura unas palomas grises y gordas se aposentaban en sus ramas de las que iban y venían constantemente, sirviéndose de ellas para sus jugueteos de diversa índole. Algunos brotes verdes y dorados.
Iban apareciendo, no obstante, en el extremo de las ramas resecas. El arbolito valiente me estaba diciendo que la primavera siempre llega. Me lo repetía cada vez que lo miraba y que rogaba a Dios para que se compadeciera de mi sufrimiento y me ayudara a resistir.
Con la ayuda de Dios, la devoción de las enfermeras y de mi doctora, del personal de limpieza, de los investigadores que descubrieron el efecto de la Cloroquina, de los amigos que me llamaban constantemente y del arbolito valiente, pude ser dada de alta un día que recuerdo muy bien. 4 de abril.
Me puse un vaquero (pitusa) y una camiseta (pulóver) y salí a despedirme de todos, con la esperanza de que el atuendo deportivo confirmara mi salud y disimulara la pérdida de peso y la demacración.
Por fin esperaba un taxi en el vestíbulo de entrada cuando veo a un personaje al que debo buena parte de la recuperación: El empleado que cada día y cada noche, al pasar junto a mi ventana, me hablaba por señas. Me daba ánimos y se refería a la intervención divina, con la seguridad de que el Señor se estaba ocupando de mi.
Una empleada de limpieza llamada Ana me dijo que el era su suegro, que era colombiano y se llamaba Antonio. ¡Cuánto me hubiera gustado darle un buen abrazo de agradecimiento!
Estamos en el mes de junio y esto sigue, mejora, pero sigue de modo que los besos y los abrazos continúan prohibidos. Cuando el virus desaparezca y podamos, de nuevo, expresarnos con libertad, volveré al hospital, buscaré a todos los seres que me levantaron de la antesala de la tumba y los cubriré de besos y abrazos.
En el momento en que escribo la situación ha mejorado, el virus ataca menos, pero sigue ahí.
En mi planta también murieron personas que no tuvieron mi suerte. Ningún ser querido pudo darles el último adiós y acompañarles con su amor. Solo los sanitarios, de ello estoy segura, recibieron su última exhalación y les cerraron los ojos abiertos por el estertor del tránsito.
Madrid, junio y 2020
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