Los niños del Municipio Especial Isla de la Juventud llevan doce años esperando a que el parque infantil Los Pineritos (conocido por muchas generaciones como Los Caballitos) vuelva a ser motivo de alegría y diversión.
El 30 de agosto de 2008 pasó el ciclón Gustav por ese territorio insular cubano y los fuertes vientos se llevaron los pocos aparatos que existían en una instalación que se convirtió en referencia para varias generaciones.
Una noria, un carrusel, columpios en forma de botes, las sillitas voladoras, los carritos y el Palmiche eran la justificación perfecta para que los pequeños pasaran un rato de alegría mientras las familias se reencontraban en las calurosas noches de Nueva Gerona.
No importaba si en la cafetería solo vendían caramelos duros o si el refresco estaba caliente, mientras las luces de aquellos aparatos giraran y se escucharan las carcajadas o gritos de felicidad de los pequeños. Pero donde antes había alegría, hoy solo hay un espacio vacío, símbolo de la incapacidad de unos pocos para hacer realidad los sueños de muchos.
Tras el paso de Gustav la UNEAC de la Isla de la Juventud se ofreció para colaborar en el proyecto de restauración de Los Caballitos y los artistas de esa ínsula mostraron interés para colaborar. El tiempo ha pasado y mientras crece la yerba solo persiste en la memoria de algunos el recuerdo de lo que ya no es.
Doce años es toda una generación que ha crecido huérfana de un parque de diversiones, en un territorio del que solo puedes escapar por agua o por avión, y donde no todas las familias se pueden dar el gusto de llevar a sus hijos al parque Lenin o al antiguo Coney Island, en La Habana, en la etapa vacacional.
Recuerdo que uno de mis entretenimientos favoritos en aquel extinto parque de diversiones era quedarme en la cima de la noria, y tener una vista de toda el área, sentirme el rey de un pequeño mundo que por ese entonces me parecía gigante o dar vueltas y vueltas en las sillitas voladoras, reservadas para los más grandes y que podíamos ir sin nuestros padres.
Compartir los dulces y caramelos o tirarse sobre la yerba recién cortada y rodar cuesta abajo por una pequeña pendiente podía ser el plan perfecto para aquellos que no solo íbamos a montar en los aparatos, sino que hacíamos amigos por una noche, aunque después no fuéramos capaces ni de recordar su nombre.
Pero toda esa algarabía es solo un recuerdo que se difumina en el pasado y peor aún, no existe la certeza de que en un futuro inmediato vuelva a ser realidad.
El sol y la lluvia seguirán alimentando un terreno que antaño fuera rico en sonrisas y que hoy solo se extiende como una sombra o la cicatriz que debería avergonzar a esa casta de dirigentes de buró y carros estatales, que exigen más esfuerzo, sacrificio y entrega, pero que no es capaz de garantizar un espacio de juegos y diversión a los niños.
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