Medios de prensa internacionales dan cuenta de la purga iniciada por Alexander Lukashenko en Bielorrusia, luego de las multitudinarias manifestaciones en contra de su régimen. Su victoria en las elecciones con casi el 80% de los votos no ha resultado creíble ni soportable a millares de bielorrusos que han salido a la calle a decir “¡vete!” al dictador que lleva 26 años en el poder.
Pero el dictador no se ha ido. Su única motivación es aferrarse al poder. Arrestos arbitrarios, golpizas, torturas y el país militarizado han dejado en evidencia el miedo de un tirano. Pero, también, el grado de violencia que es capaz de desatar cuando se siente acorralado.
La alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, ha denunciado las detenciones arbitrarias y la brutal represión desatada. Las tropas especiales que aparecen en cientos de videos arrestando y golpeando a civiles pacíficos son la imagen del terror desatado. Lukashenko ha movilizado toda su maquinaria, desde el chivato de la empresa al siloviki con pasamontañas, todos a reprimir, a demostrar su lealtad al régimen.
El gobierno cubano seguramente observa estos acontecimientos con atención. No por gusto Bielorrusia es un aliado: comparten igual aversión a la libertad y a la democracia. Son parte de la misma familia política totalitaria, descendientes del comunismo soviético reciclados a través de proyectos nacionalistas extremos. Soberanías enfermizas con idénticos fantasmas: enemigos externos, mercenarios, campañas de medios occidentales, confundidos y libertinajes varios.
Castro-Canel y Lukashenko se erigen en salvaguardia y continuidad de un orden iliberal y antidemocrático. Una mafia que distribuye palos y privilegios a través de la maquinaria estatal, sin separación efectiva de poderes, y con un aparato represivo y propagandístico que construye la falacia del apoyo popular a la tiranía.
El régimen cubano espera no verse en un escenario como el actual en Bielorrusia, es difícil, pero no es imposible. Para verse atrapado en una revuelta popular como la bielorrusa, tendría antes que haber abierto un poco la puerta, haber coqueteado con aperturas democráticas tan peligrosas como la libertad de expresión y asociación, legalizar partidos políticos y convocar elecciones.
Cuba no se ha acercado a nada parecido a lo que llegó Bielorrusia con la disolución de la URSS. El ingeniero Díaz-Canel no es el granjero Lukashenko. Al primero lo han puesto ahí los mismos que detentan el poder de siempre; al segundo lo pueden haber ayudado los rusos a llegar y mantenerse en el poder, pero fundó su propio reinado sobre las ruinas que la sovietización de Josef Stalin había dejado como país. En Bielorrusia la policía política todavía se llama KGB.
Castro-Canel sabe que no puede abrir las puertas como se abrieron en tiempos de la perestroika; su Inteligencia sabe que se les cuela algo muy gordo y la gente ahora vuelve a estar muy flaca, como en tiempos del maleconazo.
Pero el mundo está patas arriba con pandemias que van desde coronavirus a populismos, revoluciones de colores y extremismos políticos virales. La cosa está mala, concluyen los informes de los cerebros del castrismo, desgastados y desencantados con sus proyectos de socialismo del siglo XXI y otros disgustos.
Santiago Pérez Benítez, subdirector del Centro de Investigaciones de Política Internacional (CIPI), comparecía el pasado lunes en la orwelliana mesa redonda para “explicar” lo que está pasando en Bielorrusia, ante un presentador que insistía en llamarle Santiaguito.
“Es que les están aplicando a los bielorrusos las mismas técnicas que están aplicando en Venezuela, o que aplicaron en Bolivia y Ecuador… la misma receta que están aplicando con Maduro. (...) El mismo expediente tipo Maidan que aplicaron en Ucrania”, subrayaba el experto en la particular jerga de la Inteligencia bota gorda.
Pero hay buenas nuevas según el subdirector del CIPI: la mano dura empleada por Lukashenko ha funcionado; “ahora las manifestaciones son los fines de semana y no son violentas ni tan masivas. Ahora son 'mujeres con flores'… lo que está en el manual (del imperialismo)”. Presentador y experto se ríen de las “mujeres con flores”.
¿Se mencionó en la mesa redonda la palabra “purga” que recogen las informaciones de la prensa libre? ¿Se dieron datos y cifras contrastadas de manifestantes, detenidos, heridos o perseguidos por la policía política? “Sí, hubo algunos, bastantes, pero… las cifras son las cifras”, dice Santiaguito, un analista escéptico con los números, como es propio de un régimen manipulador y anumérico como el cubano.
Marina Ostreiko, profesora expulsada del colegio por alzar la voz contra la manipulación de las elecciones, no existe en la mesa redonda. O el mecánico Semen Fedotov, o el cardiólogo Alexander Mrochek; todos ellos expulsados de sus trabajos por motivos ideológicos, por apoyar las manifestaciones en contra de Lukashenko. Ni los cientos que como ellos están siendo y serán purgados hasta que se le pase el susto al dictador.
En la televisión estatal bielorrusa se ven escenas familiares para los cubanos: gente aterrorizada confesando su culpabilidad en los “desórdenes”. Confessio est regina probationum (la confesión del acusado es la prueba reina), una vieja técnica de la policía política desde los tiempos de Andréi Vyshinski hasta Ramiro Valdés, y que da carta blanca a la tortura con tal de obtener una confesión de los “enemigos del pueblo”.
La Gran Purga de Stalin, la noche de los cuchillos largos de Hitler, la represión franquista, las purgas de colaboracionistas en Francia o de anticomunistas en Europa del Este, el macartismo o la Revolución cultural china, son ejemplos de purgas en el siglo XX. Pero también lo son los juicios sumarios y fusilamientos de los primeros años de la revolución cubana, la microfacción, las UMAP, la parametración, el Mariel, la Causa número 1, la crisis de los balseros, la universidad para los revolucionarios, la Primavera Negra, todos ellos episodios de purga del régimen cubano.
En menos de un mes, el órgano oficial del PCC publicó 11 artículos sobre Bielorrusia, entre editoriales, artículos de opinión e “informaciones”. La mesa redonda del lunes pasado viene a confirmar la sospecha de que al régimen cubano le preocupa lo que está pasando con el amigo Lukashenko. Para colmo de males, viene ahora el canciller de la UE, Josep Borrell, a decir que no reconocen el resultado electoral en Bielorrusia ni a Lukashenko como su presidente, porque no fueron elecciones libres ni justas.
Lukashenko ha iniciado una purga, una vuelta de tuerca más en la represión, pero el escenario se le complica dentro y fuera del país. Es difícil pronosticar qué pasará con Bielorrusia; los finales de las dictaduras suelen ser violentos, y muchas veces sangrientos. Rusia lidera y apoya desde atrás soluciones de este tipo para sus aliados en apuros.
Pero Putin puede verse desbordado por su ambiciosa política exterior, por sus muchos frentes abiertos, incluidos los internos. Se le podría atragantar Bielorrusia, que está al lado. Ya tiene el precedente de Ucrania, aun cuando la élite rusa continúe veraneando en Crimea. Y quién sabe qué podría pasar en su más lejana zona de influencia. En una u otra latitud, la clave está en perder el miedo y empezar a decir “vete”.
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