Mi madre murió mes y medio después de mi 14 cumpleaños. Entonces supe que su segundo nombre era Margarita y que lo que le habían mal diagnosticado aquel domingo no era gripe, sino leptospirosis. Que cuando aseguré que no volvería a verla mientras se la llevaban de urgencia al hospital, había tenido razón. Que el “no te preocupes, yo regreso enseguida” fue lo último que le escucharía decir.
Me costó lidiar con su muerte prematura. Enfocada en ser todo lo independiente que ella esperaba que fuera, me obsesioné con terminar de criar a mi hermano menor y evitar que mi papá naufragara en alcohol. A ratos reprobé; otras veces superé la prueba.
Cuando hace poco la realizadora de Nomaland recordó en los Oscars que cada ser humano nace bueno, me vino a la cabeza mi mamá. Porque no he conocido a quien creyera más en la bondad. Todavía no sé cómo, mi madre no se decepcionaba con facilidad y no supo ser pesimista ni siquiera con los malos. “Haz bien y no mires a quién”, me repetía.
Sé que los días como guía de pioneros en la playa de Tarará fueron de los más felices que vivió. Allí algún loco le enseñó que untarse mantequilla le doraría la piel, y alguna que otra vez ella intentó saber si era verdad lo que el loco aseguraba. César Évora era su vecino en esa época, el cantante Rojitas fue su novio y Débora Andollo le dio clases de buceo (paradójicamente, yo apenas sé flotar).
Como no pocos jóvenes de los ochenta, mi madre adoró a Pablo y a Silvio, bailó casino en algún parque, se encandiló con el comunismo y quiso ser como el Che. De vez en vez se sentaba a ver pescar con su padre y su único hermano en el Malecón de su natal Centro Habana. O copiaba los poemas de Buesa y Neruda en una libreta de carátula verde olivo, una de las pocas cosas materiales que conservo de ella.
Después de graduarse de Defectología pasó la mitad del tiempo educando a niños con discapacidades físicas y mentales; y la otra, dirigiendo círculos infantiles. En más de una ocasión tuvo que llevar a algún pequeño para nuestra casa porque, pasadas las seis de la tarde, sus padres no habían podido recogerlo.
Mi mamá tuvo un lado romántico, medio cursi, que a mí me encantaba. Le gustaba pintarse las uñas de rosa perlado y teñirse de negro. En su closet no podían faltar tacones altos y vestidos largos. Leía novelitas (también rosas), se imaginaba siendo novia de Antonio Banderas o que Roberto Carlos le dedicaba El gato que está triste y azul. Pocas cosas le gustaban más que las orquídeas.
No fue santa. Vivió la mayor parte de sus 41 años bajo sus propias reglas, en una inspiradora libertad. Se casó oficialmente tres veces, pero se enamoró bastante. Y se las arregló para no ser una resentida por mucho que la traicionaran.
Nunca se separó de sus hijos. Mi hermano y yo éramos como amuletos sin los que no podía estar. La recuerdo cargando con nosotros para la playa, una piscina, un restaurante, un trabajo voluntario, una reunión. Cuando murió, sentí que había perdido a mi amiga del alma.
Han pasado los años y aún me descubro deseando que sea domingo para que la cocina huela a su arroz imperial mágico. Lo mismo si estaba cayéndose el cielo que si salía el sol, mi madre sonreía. Cantaba y bailaba sin importar ritmos ni circunstancias. Amaba, que es lo más importante, para salvarse de conocer lo feo de la maldad.
Mi mamá era muy torpe con las manos: puede que solamente yo haya roto más vajilla y más adornos que ella. Pero su torpeza desaparecía al acariciarnos. A esa hora sus manos eran, como Platero, suaves, y sus hijos vivíamos el embrujo bendito del mejor roce del mundo.
Escribo esto, Roxana Margarita, desde la azul tristeza de aquel gato de la canción de tus amores. Yo no te olvido, mami. No podría.
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