Elogio del "Versailles", ágora cubana

Tras su nombre aristocrático, el 'Versailles' es realmente la democracia de nuestra cocina.

Interior del "Versailles" © Twitter
Interior del "Versailles" Foto © Twitter

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Este artículo es de hace 3 años

Hubo una época, hace como diez años, en que se puso de moda hablar mal del Versailles. Que si la ropa vieja estaba correosa, que si los tostones a veces estaban zocatos, que si el flan de mamey ya no estaba en la carta...

Ante esos rumores, yo he sido dogmático: el Versailles es la mejor definición posible de un restaurante cubano (y no sólo por su carta). Además, ha logrado perdurar estas cinco décadas con un éxito arrollador, al punto de que no tiene franquicias posibles en otros lugares.


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Si no existiera esa esquina de Miami que ahora cumple 50 años, los cubanos no tendrían ya ni el recuerdo de cómo eran los restaurantes en la isla de antes de la Revolución. Combina, al mismo tiempo, el lujo rococó y un aire de fonda. Atienden rápido. Su personal suele ser amable y respetuoso. Sus precios son normales y sus raciones generosas, incluso para el hambre histórica del exiliado cubano.

Como tantos otros de mi generación, fui por primera vez con mis parientes cubanos, unas tías generosas, emigradas en los 60, a las que el Versailles le devolvía la ilusión de "vestirse bien" para una salida dominical. Aunque no vivo en Miami, he vuelto a menudo con amigos y novias, con mi madre y mis hijos. Espero regresar con mis nietos.

Como los más famosos restaurantes del mundo, no es sólo un lugar para comer, sino también para ver y dejarse ver. Es nuestra Meca, porque pocos de los que llegamos a Miami nos vamos sin pisarlo; también nuestro templo, pues con la barriga llena es más fácil tener fe. Y nuestra ágora, porque en su interior, como en sus afueras, se celebra la excepción triunfante de una ideología sin complejos y tienen lugar los debates interminables de una auténtica comunidad.

En sus mesas se han sentado un montón de presidentes, no sólo de Estados Unidos. Pero en el Versailles sólo manda su dueño, como se demostró en la célebre anécdota de Mas Canosa entrando por la puerta de atrás para plantarse en una reunión con Clinton a la que no estaba oficialmente invitado.

Desde entonces, la política cubana en Estados Unidos pasa por la cocina pero al final consigue lo que se propone.

Cuando pisé Miami por primera vez, todavía el fundador del Versailles, el viejo Felipe Valls, era una presencia habitual, vagando entre las mesas. Conocía a todo el mundo, le presentaban a los recién llegados. Muchas veces lo vi sacarse una bola de dólares del bolsillo y regalar billetes a esos balseros de mayor o menor alcurnia que pisaban por primera vez su local.

También dio trabajo a varias generaciones. Su historia es el ejemplo canónico del cubano luchador, que llega a la Tierra de Libertad con familia y sin dinero, y a golpe de empeño (y un poco de suerte) se vuelve millonario. Pero nunca olvida sus orígenes ni renuncia a la nostalgia.

Por eso, la tradición del Versailles es un negocio que sólo puede perpetuarse en familia, esa superstición que a veces mantiene el andamiaje de una identidad.

No negaré que en el mundo hay otros buenos restaurantes de comida cubana. Con mejores resultados, aunque más elitistas. Pero tras su nombre aristocrático, el Versailles es realmente la democracia de nuestra cocina: un grupo de recetas básicas que contentan a la mayoría, un sistema que permite la amigable convivencia con el pasado, el placer del presente y el ansia de un futuro mejor.

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Ernesto Hernández Busto

Periodista y ensayista cubano. Fundador del sitio Penúltimos Días.


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