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Recita el monólogo con lucidez y encanto: “Amadísimo hijo, mi riqueza: vas a morir en manos de tus enemigos. Vas a dejar solitaria a tu madre infeliz...”. Son cinco minutos de tragedia que estrujan.De inmediato, Montejo transita hacia otro personaje, casi balbuceante por el exceso de alcohol: “Papá, papito, ¿es cierto que tienes los ojos colorados como las ratas?”. Es un fragmento de ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, obra con la que por primera vez se llenó el teatro Tepeyac, ubicado al norte de la ciudad.Y remata con un verso de Bodas de sangre, la obra de Federico García Lorca en la que interpretó a la madre: “Vecinas: con un cuchillo, / con un cuchillito, / en un día señalado, entre las dos y las tres, / se mataron los dos hombres del amor. / Con un cuchillo, / con un cuchillito / que apenas cabe en la mano, / pero que penetra fino / por las carnes asombradas / y que se para en el sitio / donde tiembla enmarañada / la oscura raíz del grito”.Carmen Montejo termina. Los fragmentos de estas tres obras le dieron luz y son leyenda del teatro mexicano del siglo XX. Y ya se sabe que el teatro es un arte fugaz e irrepetible, que sólo se puede guardar en la memoria de quien vio las funciones. Pero Montejo se permitió el lujo de traerlos de vuelta la noche del jueves, durante la ceremonia en la que se le agregó su nombre al teatro Tepeyac. Fue su manera de dar las gracias. La iniciativa de ponerle su nombre a un teatro nació de Cris, amiga por años de Montejo.Lilia Aragón, dirigente de la ANDA, lo retomó y se lo platicó a Juan Molinar Horcasitas cuando eran diputados. Los vaivenes políticos llevaron a Molinar a la dirección del Instituto Mexicano del Seguro Social, dueño de 75 teatros en el país. Al teatro Hidalgo le agregaron el nombre de Ignacio Retes y ahora hacen algo similar con el Tepeyac, ahora llamado Teatro Carmen Montejo.La ceremonia comenzó con un performance de Irene Barcé, caracterizada como Carmen Montejo en los años 40. Se sentó en una sala giratoria envuelta en una túnica dorada. Cuando el mecanismo giró por completo, en la sala ya no estaba Irene Barcé sino Carmen, igualmente envuelta por una túnica dorada.Carmen temblaba. Quizá de nervios, quizá de alegría. Alzó las manos para descubrirse el rostro y miró al público. Ése fue un buen momento para llorar. La actriz de origen cubano se levantó para decir un discurso que terminó con una referencia al día de su muerte: “Yo siempre sueño a un charro mexicano acompañado por una mulata cubana. Yo digo que tuve la suerte de tener papá y mamá, porque tengo a Cuba y a México. Y el día que yo ya no esté con ustedes, quiero que en mi ataúd se pongan las banderas de México y Cuba”. Ese fue otro buen momento para llorar.Juan Molinar Horcasitas no asistió a la ceremonia. Tenía viajes más importantes qué hacer. Así que no pudo llorar cuando Carmen lamentó la muerte de su Héctor y maldijo a Helena de Troya. Tampoco pudo conmoverse cuando cuenta que sus lágrimas las congela para enfriar sus bebidas y tampoco contempló a la madre que cuenta la muerte a manos de un cuchillito.Pero quienes no tuvieron viajes importantes — Ignacio López Tarso, Miguel Sabido, Luis Gimeno, Helena Rojo y Carlos Ignacio— se deleitaron con cada fragmento. Ojalá que los viajes impostergables sirvan también para que los teatros del Seguro Social tengan otra vez la vida que tuvieron en los años 70.Fuente: El Universal
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