Cincuenta años de materialismo dialéctico erosionaron notablemente el espíritu navideño de los cubanos. Por solo hablar de quienes conocen la Navidad, o la celebran, puede decirse que algunos cubanos la asocian, en exclusiva, con el ritual religioso de la cristiandad que celebra el nacimiento de Jesucristo (y por tanto solo le atañe a los creyentes), mientras que para otros, conocedores de las costumbres tradicionales cubanas, o en contacto con los “de afuera”, estos días se asocian solo con el fiestón, la Nochebuena, el lechón asado, el congrí y la yuca con mojo.
Y no es que en Cuba seamos menos espirituales que en otros países. La indiferencia de los cubanos ante una de las celebraciones más universales es consecuencia, efecto colateral, de una fuerte propaganda antirreligiosa acometida por los medios de comunicación, y en general por los estratos dominantes de la cultura cubana, desde la zafra de Los Diez Millones, en 1970, e incluso desde finales de los años sesenta, hasta la visita, en 1998, del Papa Juan Pablo II.
A finales de los años noventa, luego de treinta años de ausencia, se concedió el 25 de diciembre como feriado. A partir de entonces, en Cuba este es un asunto del cual participan los creyentes, porque sigue estando mal visto nombrarla, aludirla, celebrarla a través de los medios, tal vez porque se considera a la Navidad como propaganda religiosa.
Así, hoy por hoy los medios cubanos pregonan en estos días la alegría inherente a las “fiestas de fin de año” como si la Navidad fuera una entidad innombrable, vergonzosa, que solo puede insertarse, clandestinamente, bajo la sombrilla de las celebraciones por un nuevo aniversario del triunfo de la Revolución.
Durante muchos, muchos años, la prensa, la radio y la televisión estuvieron negando tácita y abiertamente la significación cultural y espiritual de la Navidad, como si hubiera algo maligno en la sencilla reunión familiar para confirmar el amor al prójimo, la solidaridad, el perdón de las ofensas, la esperanza, la misericordia y la alegría fraterna.
En los años setenta y ochenta, los medios repetían sin cesar que solo se trataba de una argucia capitalista, algo despreciable y comercial, cuyo único sentido provenía de la ambición capitalista por repletar los bolsillos y quedaban prohibidos los filmes y las canciones que giraban en torno a esta festividad.
Sin embargo, a principios del siglo XXI reaparece precisamente en la Cuba socialista el costado más comercial de la Navidad, y las grandes tiendas recaudadoras de divisa plantaron ostentosos arbolitos, y comenzaron a vender carísimas las guirnaldas que muy pocos cubanos pueden o desean comprar, porque los menguados cucs hay que ahorrarlos para el pollo en trozos o el aceite.
Numerosos compatriotas aseguran que basta con el día feriado, la inclusión oficial en las “fiestas de fin de año”, y esas dos horas anuales de radio o televisión con mensajes religiosos (que aparecen de súbito, sin anuncio alguno) para afirmar que las Navidades regresaron a Cuba. Pero faltan villancicos, luces, espíritu, conocimiento, cultura respecto al acontecimiento que marcó el nacimiento de una nueva era para la humanidad. Y tales esperanzas e ideales merecen, creo yo, mayores esplendores y reconocimientos por parte de los medios y de la cultura oficial.
Cuando se escuche Noche de paz, El tamborilero o Adeste Fideles muchas veces, por estos días, en las principales emisoras radiales; cuando la televisión programe un concierto navideño estelar, animado por algunas de las grandes figuras de nuestra música cantando los clásicos (solo Amaury Pérez se atrevió a grabar un disco íntegramente navideño y apenas fue divulgado en su momento); cuando los cubanos reconozcan y canten los villancicos cubanos (hoy casi olvidados y completamente desconocidos para quienes tienen menos de cincuenta años), cuando la reunión del 24 y el 25 de diciembre recupere el sentido familiar, humanista, de paz y buena voluntad, para los creyentes y no creyentes, solo entonces podrá decirse que las Navidades regresaron a Cuba.
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