Le escuché la anécdota al periodista y escritor Carlos. M. Álvarez en el aula de la universidad. Dicen que en una de las interminables y maratónicas Tribunas Abiertas, un orador de aquellos (gastadores de garganta y de tiempo) pide vítores a los líderes, héroes y mártires de la Patria. Con las venas a punto de reventar, grita: “¡Viva Celia Cruz!”, —al momento rectifica—: “No, coño, Celia Cruz no, Celia Sánchez”.
Vale la pena volver a aquella historia que, según me dijeron, ocurrió en las rebeldes tierras orientales de la Isla. “Celia Cruz, no”.
Como aquel señor muchos pensaron y lo siguen haciendo hoy. “Celia Cruz, no, ¡nunca!”, afirman—dando golpes en la mesa como perfectos mandamás— los censores musicales que todavía deambulan por televisoras y emisoras de Cuba.
“El caso Celia Cruz” pasó del orgullo y la prepotencia al chantaje político entre ambas partes. Es decir, entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos. Advierto que de este tema, tan específico, y quizás tan endeble, no se hablará nunca en ninguna de las rondas de negociaciones.
Resulta que la cantante negra—nacida en Cuba y fallecida en Estados Unidos— dejó más allá de sus canciones una estela de rencores que pocos han podido sacarse del pecho. Que haya abandonado la Isla en pleno surgimiento del proceso revolucionario (conste que ya era conocida en Estados Unidos, Curazao, Puerto Rico, entre otros países) y se haya instalado en la nación declarada enemiga número uno del sistema cubano fue, para la naciente política cultural cubana, un duro porrazo que la intérprete pagaría con creces.
Primero, la medida que más le puede doler a un cantante: no ser escuchado en la tierra donde nació. No sé, habría que preguntarle a Silvio (a Pablo no, él ha estado bailando en la cuerda floja y más o menos conoce el sabor de la marginación), cómo reaccionaría si mañana declaran al Unicornio como una canción no compatible ideológicamente con los valores defendidos hace más de cincuenta años por un país bloqueado…
Un ejemplo, nada más que eso. Silvio ha escrito otras cosas que lo salvan de estas medidas, es un compositor inteligente.
Sin embargo, la negrita de Santo Suárez, hija de Ollita y Simón, tuvo que aguantar—desde Nueva York— cómo cerca de tres generaciones iban y venían sin saber tan siquiera cómo era aquella mujer que para escucharla había que hacerlo de forma discreta, “bajito para que nadie se dé cuenta”.
Esa es una de las cruces que Celia de la Caridad arrastró de por vida. Querida y odiada, loada y perseguida, permitida y censurada.
Celia murió el 16 de julio del 2003 y sólo recuerdo la breve nota que en el insufrible Granma salió publicada a propósito del deceso de la cantante. (Lo tengo guardado para enseñarle a mi hijo los “valores” de la prensa cubana).
Pocos se refirieron a aquel suceso. Pasaba inadvertida La Reina de la Salsa. Mientras en Miami, sólo a pocas millas de La Habana cientos de artistas lloraban a la Guarachera de Cuba.
Pero el caso Celia Cruz no quedó ahí. El asunto se mantiene, justamente cuando se habla de restablecimiento, aperturas, visitas de cantantes afamados (por cierto, los pocos amigos de la Reina que llegan a la Isla no hablan de ella. Nunca escuché a Johnny Ventura ni a Olga Tañón pronunciar su nombre. Tal parece que en el Aeropuerto le leen la cartilla).
Que existan dos o tres emisoras cubanas que en determinado momento colocan un número en la voz de Celia Cruz, es considerado por muchos realizadores como un acto de osadía. De hecho quien lo hace se siente como el ladrón o el asesino más buscado del mundo.
Barrabás juzgado por el consejo artístico del ICRT. ¿Celia o Barrabás? ¡Barrabás, Barrabás!, gritará el equipo de odiosos.
Otro dato curioso: en poquísimas emisoras o televisoras usted podrá encontrar música de Celia.
Hay algo curioso en todo esto: en ninguna emisora cubana existe una carta o documento oficial que prohíba a Celia Cruz. (Política implantada y desarrollada por la Gatica de María Ramos). Todos saben la existencia de un listado con artistas priorizados por la Dirección Nacional de la Radio y la cantidad de informes que deben entregarse a dicha Dirección con aquellos artistas que más se promocionan. Ni loco usted puede incluir el nombre de la conocida artista. Hacerlo es ponerse la soga al cuello.
Otro dato curioso: en poquísimas emisoras o televisoras usted podrá encontrar música de Celia. Recuerde que desde la década del sesenta se trabaja incansablemente por desaparecer todo lo que huela a “guarachera azucarada”, por tanto, años después resulta efectiva la medida.
Conocí hace unas semanas a una locutora que presume por anunciar a Celia, repetidas veces, por la radio. Indago por su “novedoso” método y contesta: “Nunca digo su apellido, es muy peligroso, mijo. Cualquiera puede llamarse Celia”, se ríe la locutora-guerrillera, la fanática que se arriesga.
La censura musical en Cuba seguirá vigente aunque por el momento el Secretario de Estado ice doce mil banderas en la Embajada de Estados Unidos en Cuba o la periodista Cristina Escobar haga catorce preguntas en la Casa Blanca.
Escuchar a Celia Cruz sin obstáculos no fue el milagro de San Lázaro el 17 de diciembre. Pero hacerla desaparecer, o intentar hacerlo, sí es el prodigio de quienes llevan en sus manos la rienda musical (en cuanto a promoción y divulgación) de este país.
Que viva Celia Sánchez y Celia Cruz, también, ¿por qué no?
(Imagen tomada de Radio Nacional de Perú)
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