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Para visitar el Museo Nacional de Bellas Artes en La Habana, el edificio de Arte Universal, hay que pensárselo dos veces.
Esta no es una crítica a las piezas que allí se exponen o al magnífico diseño arquitectónico del inmueble que lo acoge, sino al incalificable estado en que se encuentran hoy mismo sus corredores exteriores, colindantes con las concurridas calles Obispo y Monserrate.
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Y es que el escenario que estamos a punto de describir resulta en extremo indignante para aquel que sufre –como la que les escribe- cuando ve a La Habana hundiéndose en sus propios desperdicios, reclinándose vencida en su batalla contra la inmundicia, el abandono y la indolencia de la gente y sus instituciones.
Con excusas de antemano para el lector sensible, nos referiremos de la forma más gráfica posible al panorama que recibe actualmente a todo curioso o amante de las artes que “se atreve” a visitar el portentoso edificio, por sí solo obra de gran valor patrimonial.
El mal olor que se desprende desde los –una vez bellos- portales con piso de mármol pertenecientes al entorno del Museo, se expande a través de toda la cuadra, a modo de corriente mortífera insufrible que llama a taparse los orificios nasales a fin de no desencadenar involuntarias arcadas.
Lo que fuese creado para ofrecer una acogedora bienvenida previa al disfrute de las obras de arte en exposición, ahora destaca como un urinario público común para los vividores, vagabundos, borrachos y vecinos de la atestada zona turística. Recordemos que a poquísimos metros de este nauseabundo paisaje se encuentra el famoso bar El Floridita, visitado en su época por Hemingway y hoy, diariamente, por miles de foráneos.
El ácido que expelen los interminables charcos de orina, no sólo hace del pasillo un lugar intransitable, sino que además ha corroído el mármol de los pisos y dejado manchas oscuras que, antes de secarse y ser sustituidas por nuevos charcos, se arrastran en caída libre hacia el final de la calle Monserrate, donde comienza el paseo del bulevar de Obispo.
Manchas de manos sucias –sabrá Dios de qué, a sabiendas del malsano propósito que se le ha dado al recinto- se vislumbran en casi la totalidad de las paredes que sostienen al portal, espacio sin iluminación alguna sea de día o de noche.
Preservativos usados, tapas de potes de helado y otras confituras que ofertan vendedores ambulantes, envolturas de dulces y papeles sucios son algunas de las “sorpresas” nada artísticas que se amontonan y con las que se topa normalmente el transeúnte.
Lo raro yace en que a todas horas, y debido a la constante afluencia de turistas, el área que abarca el museo se encuentra atiborrada de policías, tanto dedicados al tránsito vial como al salvaguardar el bienestar ciudadano. Pese a ello, la situación alarmante de insalubridad y –por qué no- de desorden público persiste a través de los años.
Y eso también acarrea las interrogantes: ¿Dónde están los directivos del Museo que no ven la mugre que carcome la entrada del inmueble? ¿Se bajan de sus Ladas sin apartar la vista hacia el suelo? ¿Dónde están las instituciones que velan por la protección del patrimonio cubano? ¿Acaso desborda el presupuesto del Museo contratar a un custodio?
Lamentablemente, la suciedad extrema y el deterioro de las losas que conforman el suelo son ahora el rasgo distintivo del Museo Nacional de Bellas Artes, entidad considerada la mayor en el Caribe insular y que alberga importantes piezas de arte antiguo con colecciones de Grecia, Roma y Egipto, así como una de las más grandes compilaciones de pinturas y esculturas de América Latina.
Descuido institucional y negligencia hacia el patrimonio de la nación sobresalen a gritos en cada detalle y desde cada ángulo del inmueble, cuya terminación como Centro Asturiano de Cuba data del año 1927.
En ese entonces, el matiz ecléctico y los materiales utilizados en el acabado hicieron del edificio uno de los más exquisitos de la ciudad: mármoles provenientes de Italia, España y Estados Unidos; lámparas decorativas en bronce con cristal de Bohemia; carpintería de caobas cubanas y vidrieras importadas desde Madrid para el diseño y elaboración de un gigantesco e impresionante vitral que decora la bóveda interior.
La primera piedra que se montó para este monumental edificio fue colocada el 9 de septiembre de 1923 como parte del proyecto concebido por el arquitecto español Manuel del Busto, en el estilo Herreriano del Renacimiento Español, según el libro “500 años de Construcción en Cuba”. El Palacio costó unos cinco millones de pesos.
Después de la Revolución cubana, la propiedad de 4873 m² para exposición, fue incautada y se convirtió en la sede de la Asociación de Amistad Cubano-Española. Luego sería el Palacio de Pioneros y más tarde el Tribunal Supremo. Finalmente desde el año 2001, funciona como la sede de las colecciones de arte universal del Museo Nacional.
Una vez más, se nos ha ido de las manos (como país) velar por el bienestar de nuestras joyas arquitectónicas y es algo de lo que no podemos darnos el lujo. El conformismo ante lo pestilente y lo destructivo no es una opción, no puede moldearnos. Después de todo, nuestras ciudades son reflejo de nosotros mismos.
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