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Cuando se pasea por La Rampa, en raras ocasiones algo llama a levantar la cabeza y detallar ese otro universo camuflajeado en la convulsionada dinámica de La Habana. La anticipación del malecón habanero, el sol, ese olor a mar y la sal que se te incrusta en el rostro no dejan apartar la mirada del horizonte azul al final de la calle 23.
El zumbido de viejas carcasas remachadas tratando de mantenerse adheridas a sus respectivos almendrones, los bares de mala y de “buena” muerte, las ferias de artesanías, las prostitutas y chulos “undercover”, la Wi-Fi que llena las esquinas de zombies interconectados, el bullicio, las guaguas.
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Con todo ello en primerísimo primer plano, es difícil captar la realidad y, con ella, la belleza secreta del edificio antigua Sede del Seguro Médico de Cuba (actual Ministerio de Salud Pública) diseñado por el famoso arquitecto cubano Antonio Quintana Simonetti en 1955 y ganador en 1959 del Premio Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos y de la condición de mejor obra comercial de la década.
Este imponente inmueble, situado en la transitada esquina de 23 y N y paralelo al Hotel Habana Libre, fue catalogado a finales del 50 por el prestigioso profesor Pedro Martínez Inclán como “un edificio que habla”, y se yergue hoy como una de las estructuras más hermosas y, a la vez, más ignoradas por el ojo del morador o visitante de la capital.
Balcones adornados con azulejos de colores rojo vivo y lila, brillantes a la luz directa del sol, se alternan para conformar una fachada dinámica y 100% atractiva a la vista del más exigente, que rompe la horizontalidad de las primeras cinco plantas mediante una torre elevada de 19 niveles, con tan solo tres apartamentos por piso.
Sin embargo, lo bello de la edificación, propia de la corriente modernista de la época, no ha escapado, como tantas obras de la ingeniería civil cubana, al abandono perpetuado y visible en el resto del país.
Tengo fresco el recuerdo de cómo, hace unos cinco años aproximadamente, una amiga que vive en este inmueble y que cuando aquello daba clases en la Universidad de La Habana, me narraba la odisea que debía atravesar cada mañana para partir hacia la susodicha sede académica.
Cada día -contaba- si el elevador amanecía inhabilitado, debía apañárselas para esquivar a los indigentes y borrachos que de alguna forma lograban penetrar en el edificio y hallaban, en los peldaños de la escalera principal, el espacio ideal para “dormir la mona” o pasar la noche.
También recuerdo (eso sí, hace unos 12 años) cuando formaba parte de una brigada estudiantil en la primera furia cubana contra el Aedes Aegypti, que como parte de nuestro pesquisaje rutinario debíamos incluir la visita al edificio, casa por casa.
Allí, aunque era muy joven para darle importancia, me percaté del severo deterioro que carcomía vivo al inmueble. La mayoría de los apartamentos no se encontraban habitados y la totalidad de los cristales que conformaban los ventanales de los vestíbulos estaban destrozados, como si alguien se hubiera dado a la tarea de apedrearlos uno por uno.
Actualmente, como sede del MINSAP y de la agencia estatal de noticias Prensa Latina, el edificio denota una división muy sugerente de lo que importa y lo que no en la isla. La base horizontal del inmueble, destinada exclusivamente a lo gubernamental, parece un edificio totalmente distinto y deslindado de su “porción fea”: la torre residencial.
Mientras los primeros pisos ostentan feroces máquinas de aire acondicionado, cristales, pintura uniforme y carpintería renovada, el resto diseñado para viviendas se encuentra camino a la ruina y en un estado a punto de lo insalvable.
Arbustos que despuntan de los balcones descascarados, bloques expuestos, maderas marchitas y huecas por la humedad generalizada que también corroe las columnas y vigas, y la permanencia a la intemperie de las estructuras de hierro (cabillas) que soportan los techos son algunos que los rasgos que se vislumbran con facilidad desde la misma calle 23.
“Todo tiene un momento en que es posible arreglarlo” dijo una vez ese grande de la arquitectura cubana Mario Coyula. Si se deja pasar el tiempo -advirtió- ya no vale la pena, desde el punto de vista económico, la restauración.
Todavía nos queda la cicatriz palpitante del portentoso Alaska, derruido tras décadas de abandono y reutilizado hoy como parqueo del ICRT, ello a poquísimos metros del MINSAP. Pero no me conformo, como no debería nadie, con que esta bella obra de Quintana sufra el mismo destino.
Necesita romperse, desde ya, la indolencia hecha norma y abrirse, para siempre, los ojos y oídos de los que sí pueden hacer algo.
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