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Carlos Manuel Álvarez, una de las piezas - o plumas - más valiosas del periodismo cubano actual, ha descargado con delicia, una vez más, esa suerte de diablo interior que lleva dentro, cada vez que le toca ver "deporte cubano" en la TV.
Muchos dirán que sus palabras son veneno. Aunque así lo fuera, son ciertas.
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Ya Cuba, deportivamente hablando, no es lo que antes era, y sí, no volverá a serlo nunca.
Es cierto que siempre el boxeo nos haló en el casillero de las medallas en los finales, pero yo recuerdo (y soy bastante más viejo que Carlos) que en las Olimpíadas de Moscú 80, o en Barcelona 92, por apenas mencionar dos casos, mis "horas nalgas" frente a la TV incluían, por parte de mi madre o de mi abuela, que en paz descansen ambas, un plato de almuerzo y comida, a veces incluso el desayuno, porque era tanto lo que se podía ver u oir, eran tantos los atletas cubanos que todos los días salían a competir casi que con posiblidad de medallas, o al menos con posibiliidad de avanzar, que uno no pódía darse el lujo de perderse el más mínimo de los detalles.
"Podemos ganar seis, siete oros en Río, como han pronosticado las más encumbradas revistas especializadas. Podemos, incluso, ganar más, pero eso no significa nada. El ochenta por ciento de esos oros van a venir del boxeo, y aunque la mayor parte de los oros cubanos siempre han venido del boxeo, ya somos más como una Jamaica de la velocidad, o una Kenya del fondo y medio fondo, alguien que maquilla el medallero en base a una especialización determinada pero no una verdadera potencia deportiva, ampliamente diversa en sus posibilidades. Incluso en la catastrófica Beijing, Cuba acumuló más de veinte medallas, algo que ni remotamente va a pasar aquí. Pero, yendo más al fondo, olvidemos hasta las medallas. Llevo cuatro días pegado a la laptop, y ya sé por qué los Juegos me dejan ese sabor extraño. Hay apenas pizcas de participación cubana dentro de la marejada de eventos. Hay que esperar tres, cinco, ocho horas para ver a cubanos que, en su inmensa mayoría, de antemano no tienen ninguna posibilidad real de avanzar, y que están ahí para engordar la delegación. No digo que no deba suceder, uno también tiene que poner la carne, pero no tanta, ni tan seguido. Estas no son las Olimpiadas a las que estábamos acostumbrados. Como espectador, uno podía pasar, de un día a otro, del voleibol masculino al voleibol femenino, al basket femenino, a la esgrima, al judo en todas las divisiones, masculino y femenino, a la lucha en todas las divisiones, tanto libre como greco, al atletismo tanto en el campo como en la pista, al canotaje, a alguna que otra individualidad en el tiro deportivo o en las pesas o en el ciclismo o en el clavado. Nada de eso existe ya. Es decir, como espectador no te aburrías. Ganaras o perdieras, había espectáculo, había deportes de todos los estilos, y uno no tenía, como ahora, que cazar los minutos específicos y aislados de la jornada en que algún cubano compite, casi siempre para la anécdota. Rota la magia, roto el verdadero sentido de todo esto (porque el deporte es un absurdo hermoso y como tal hay que vivirlo), no queda de otra que apelar a la estadística gris y creer que porque terminemos con seis o siete oros, y el puesto quince o el que sea en la tabla, habremos disfrutado y se nos habrá partido el pecho de la emoción. Mentira. La Olimpiada va a pasar, y no habremos disfrutado ni sufrido casi nada, aunque después podamos restregar algún escaño nacional. Esto no tiene color. Es puramente cerebral. Un terreno donde el deporte se vuelve humo. No quiero parecer cruel con ellos, pero es sintomático que lo que estemos siguiendo con entusiasmo sea la pareja del voly de playa. Y Juantorena atacando por Italia, y Ortega corriendo por España."
Dice así, con crudeza, Carlos Manuel Álvarez, y yo quisiera que alguien me demostrara que no es cierto.
Carlos, también lo quisiera.
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