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Los cubanos, todos, o casi todos, vivimos las olimpiadas, trasmitidas en directo por Tele Rebelde, como si en ello nos fuera la vida. Patriotismo, orgullo nacionalista, sobreestimación de nuestras capacidades y expectativas inflexibles se combinan, y nos sentamos frente al televisor con la esperanza de que los Juegos representen una nueva oportunidad de reforzar la autoestima nacional.
Así las cosas, se explica entonces la cierta decepción de buena cantidad de aficionados (es difícil encontrar un cubano indiferente ante las olimpiadas) ante la muy limitada cosecha de medallas doradas. Tal vez se hace necesaria en estos días olímpicos una mayor adecuación entre nuestras posibilidades reales como nación pequeña, pobre y subdesarrollada, y deba imponerse la objetividad a la hora de analizar la derrota ante rivales mucho mejor preparados y alimentados, procedentes de países con mayor cantidad de habitantes, tradiciones en ciertos deportes específicos, riquezas naturales y desarrollo económico.
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Y la consternación de los aficionados cubanos se relaciona con la excesiva confianza en la victoria de algunos deportistas cuyas fuerzas resultaron insuficientes para vencer a sus muy poderosos rivales, y así nuestros deportistas terminaron sometidos a la más común de las experiencias en una competencia: estar en la larga fila de los perdedores, porque en cualquier competencia la derrota es una experiencia mucho más común que la victoria, de modo que debiéramos estar preparados, como pueblo, para asimilar incluso el descalabro.
Es que a la luz de los triunfos cubanos en anteriores olimpiadas, sobre todo entre los años setenta y los ochenta, muchos esperan las áureas medallas para los compatriostas, y que los boxeadores sigan barriendo a sus rivales de todo el mundo, y que de vez en cuando surja una estrella en otro deporte, aunque sea tan "exótico" como el badminton, el tiro o el ciclismo. Muchos de los entusiastas esperanzados suelen olvidar el larguísimo Periodo Especial que lastimó la economía y la cultura cubana en todas sus manifestaciones, incluido el deporte.
Los atletas que compiten ahora en Río nacieron, mayormente, en los años noventa, el momento más difícil y terrible del Periodo Especial, y además, a lo largo de esos años desaparecieron el socialismo en Europa Oriental y la URSS, con el consiguiente cuestionamiento de conceptos como el deporte masivo, y el excesivo culto a lo aficionado, amén de los sucesivos escándalos de alemanes de la RDA y rusos de la Unión Soviética, entre otros nacionales de Europa del Este, por prácticas continuas de dopaje.
Cuando uno observa con claridad el lugar, el verdadero lugar, que ocupa Cuba en el deporte mundial, inmediatamente se siente capaz de alegrarse hasta la euforia con las medallas, aunque sean de bronce, y celebran con fanfarria y champán, o maracas y ron, el logro de un quinto, un séptimo o un décimo lugar en un top ten que habitualmente incluye a superpotencias como Estados Unidos, China, Alemania, Gran Bretaña o Japón. Y tal alegría y homenaje de todos los cubanos pudiera ser mayor cuando se trate de deportes en los cuales la Isla tiene escasa o nula tradición.
El punto de vista adecuado, quizás, consista en preguntarnos con asombrada satisfacción qué hace Cuba entre los diez o veinte mejores del mundo, y por supuesto, como decía antes, celebrar la capacidad, el esfuerzo y la voluntad de nuestros atletas, quienes se quejan, cada vez que les dan una oportunidad, de las escasas oportunidades de fogueo internacional, un factor que influye decididamente en tales o mascuales resultados.
Y digo “nuestros” atletas con afecto y enorme reconocimiento por sus grandísimos logros. Y lo escribo antes de ganar la primera medalla de oro, y muy lejos del conformismo con las supuestas derrotas, y también negado al chauvinismo de una propaganda oficialista todavía desmesurada, aunque en vías de adecuación a la realidad. Algunos narradores y comentaristas deportivos se niegan a la patriotería y el triunfalismo de hace décadas.
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