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Cuando era niña aprendí primero a romperme el pulmón gritando “Pioneros por el comunismo, seremos como el Che” que a diferenciar el sujeto del predicado en una oración. Antes de eso mi círculo infantil me había enseñado quién era Fidel y Camilo, los “pelúos” que aparecían en todos los murales, los históricos y los didácticos. Allí, junto a Guamito y Lapicín, siempre había un pelúo -que era lo mismo que un Dios- una bandera roja y negra y un pedazo de historia, siempre el mismo pedazo y siempre la misma historia.
La escuela primaria me enseñó luego que algunos pelúos eran más importantes que otros, a veces más vello corporal era sinónimo de mayor protagonismo en la historia. Todavía mi caligrafía dejaba mucho que desear pero ya me sabía de memoria algunos pasajes detrás de La Historia Me Absolverá y el asalto al Cuartel Moncada, ambos sucesos –me repetían- contaban con el sello aprobatorio del Apóstol.
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No recuerdo cuántas veces me disfracé de miliciana, como Celia –que para mí era la Mujer Maravilla en la Liga de la Justicia Revolucionaria-, no recuerdo cuántas veces canté de memoria La Internacional o el Himno de la Alfabetización, no sé cuántas veces gritaba “Viva la Revolución”, “Abajo el Imperialismo” y “Socialismo o Muerte”, perdí la cuenta de a cuántas marchas fui, y de cuántas banderitas agité fervientemente como se me ordenaba, demasiadas diría yo, al menos para una niña de diez años.
Para esa edad, ya las seños y las teleclases me habían inculcado que ser cubano era ser revolucionario y ser revolucionario era odiar a los “yanquis”, era llamar gusano al que diera otra opinión, era escuchar un discurso de Fidel hasta el final y emocionarse, no protestar por los apagones de 8 horas, disfrutar la comida insípida del seminternado y los juguetes rotos heredados de los padres, era querer que volviera Elián, era llorar con el aniversario de la muerte del Che y echarle flores en el mar a Camilo.
Por ese entonces también, se fueron mis hermanos a Estados Unidos; ipso facto me enseñaron que aquello era la peor de la muertes, que debía enterrarlos y condenarlos de traidores por lo bajito (claro, porque son familia antes que todo). Años después regresaron con un gusano lleno de pacotilla y fueron ellos los que comenzaron a resolver lo que no resolvía el mejor de los salarios en el país.
Más tarde, en la Secundaria Básica, mi maestro emergente de 18 años alternaba su “experticia” en todas las asignaturas con insinuaciones sexuales y más tandas de teleclases. Él me enseñó que la historia no se cuestionaba y que las consignas eran tan solemnes como el Himno de Bayamo, tanto así que amenazó con caerle a patadas a una estudiante tras equivocarse en pleno matutino al decir “Abajo” en vez de “Viva”, en uno de los tantos actos por una de las tantas efemérides. Ocurrió en la escuela Yuri Gagarin, un proyecto experimental educativo priorizado por el Estado.
El preuniversitario fue en la Lenin, escuela insignia forjadora del hombre nuevo. Allí continuó lo que yo no sabía era un adoctrinamiento feroz a partir de la enseñanza. Seguía rodeada de murales con aquellos pelúos heroicos llevando a cabo grandes proezas; seguía escuchando discursos –todavía a voluntad-, seguía asistiendo a actos patrióticos con canciones de Silvio Rodríguez; quería ser militante de la Juventud Comunista pero alegaron que tenía demasiadas "R" en mi comportamiento político ideológico, a menudo llevaba la camisa del uniforme por fuera y falté a una marcha del 1ro de mayo por migraña.
En la Universidad ocurría otra cosa, la educación seguía siendo gratis pero exigían de ti tanto conocimiento como acción ante el llamado revolucionario, entendido este como reprimir a las Damas de Blanco que pacíficamente desfilaban por algunas calles (por solo citar un ejemplo). Todo aquel que no iba era amenazado con una amonestación o reprimenda de algún tipo que podría traducirse luego en una mala trayectoria académica.
Al graduarme y comenzar a trabajar para el Ministerio de Cultura, mi nueva jefa le llamó la atención a una colega por destacar como efeméride en el matutino (sí, en el ámbito laboral continuaban los matutinos) el surgimiento de la República de Cuba el 20 de mayo. Un viceministro le había informado sobre el hecho y, frente a todos sus compañeros, la jefa humilló a la muchacha y le cuestionó su compromiso con la Revolución, sugiriendo que podría despedirla de no ser compatible con los preceptos ideológicos fomentados por el Estado.
Curiosamente, el mismo viceministro que se molestó por tomar como efeméride el nacimiento de la República de Cuba, visto como un sistema neocolonial no genuino y subyugado al gobierno estadounidense, es feliz con su hija estudiando y trabajando hoy en los EE.UU, así como con un fructífero negocio particular –y para nada socialista- radicado en La Habana, al cual tienen acceso extranjeros y un pequeñísimo sector de la población.
Me tomó mucho tiempo, casi toda mi vida, darme cuenta de la hipocresía que se mueve en los más elevados niveles del gobierno cubano, la misma que pudre también, y hasta la médula, los basamentos éticos de nuestra sociedad mediante la propagación de una ideología totalitaria y caduca desde la educación primaria de los más pequeños.
¿El resultado? Generaciones de cubanos indiferentes hacia sus propios derechos y responsabilidades como ciudadanos, apolíticos, irreverentes, resignados, con un solo deseo: abandonar Cuba. Nada más alejado de lo que debería ser una revolución (con minúscula porque en la que es con mayúscula ya no creo), nada más alejado de lo que, para mí, fueron aquellos magníficos pelúos que, hoy, ya no significan nada.
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