¿Por qué bautizamos a los huracanes?

Nombrar a los huracanes no es un hecho aleatorio sino que tiene como objetivo ayudar a la población a extremar las precauciones y superar la tragedia

Imágen aérea del ciclón catarina © Wikipedia
Imágen aérea del ciclón catarina Foto © Wikipedia

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Este artículo es de hace 8 años

Necesitamos nombrar, verbalizar y comunicar para saber, creer y amar. Cuando damos un nombre a algo abstracto, lo acercamos y lo hacemos concreto.

Por este motivo, desde que nacemos, e incluso antes de nacer, se nos conoce por un nombre. Nos diferencia, nos hace concretos y reconocibles. Así cuando hablamos de alguien o nos referimos a alguien utilizamos, en la gran mayoría de ocasiones, su nombre y no otras características que puedan hacerlo reconocible.


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Nombrar es tan importante que incluso cuando tenemos especial cariño a alguien tendemos a buscarle un nombre con el que solo nosotros podamos identificarle, es una manera de definir la relación entre ambos.

En el caso de los huracanes, tifones y otros fenómenos meteorológicos violentos, los expertos decidieron ponerles nombres para ayudar a la población a identificar los avisos de prevención. Nos resulta más fácil recordar el nombre de una persona que un nombre técnico o una secuencia cualquiera de números y letras.

A pesar de que los primeros colones españoles en América ya utilizaban nombres para referirse a los fenómenos meteorológicos, a principios de la siglo pasado la Organización Meteorológica Internacional señalaba que «establecer nombres para los fenómenos atmosféricos es más fácil para los medios de comunicación a la hora de publicar noticias acerca de ellos».

Por otro lado, los expertos argumentan que resulta más fácil entender y superar una catástrofe cuando la identificamos con un nombre. Humanizar una desgracia nos acerca a ella y nos permite pasar página. De la misma forma que nombrar es significativo también lo es no hacerlo. Dejamos de nombrar lo que nos da miedo, lo que nos resulta desagradable, lo que no queremos dejar entrar en nuestra vida.

A principios del siglo XX, el meteorólogo australiano Clement Wragge decidió que era necesario encontrar un sistema para nombrar los fenómenos meteorológicos violentos y poder alertar a la población sobre ellos para que tomaran precauciones antes de que tocaran tierra y evitaran daños.

Para ello, propuso hacer una lista de nombres ordenados alfabéticamente de manera que la primera tormenta del año tuviera un nombre que comenzara por A, la segunda uno que comenzara por B y así, sucesivamente hasta la Z.

Esta propuesta fue rechazada por el gobierno australiano.

A mediados del siglo fue extendiéndose la costumbre de nombrar aleatoriamente a los huracanes con el nombre de mujeres después de que los meteorólogos militares los nombrasen como antiguas conquistas. Siguiendo esta costumbre la Oficina Meteorológica de EE.UU adoptó como oficial que las tormentas tropicales y huracanes tuvieran nombre de mujer.

Twitter/Mike Theiss

Esta medida comenzó a ser atacada por su machismo y en 1979, comenzaron a incluirse también nombres de hombres a las tormentas del Pacífico Norte Oriental.

Hoy en día cada zona del planeta que sufre huracanes o tormentas tiene su propio listado de nombres, de hombre y mujer, que va asignando nombres de acuerdo a la lista preestablecida donde existe un nombre por cada letra del abecedario, a excepción de las letras Q, U, X Y y Z.

Existen seis listas de nombres para la cuenca del Atlántico y otras seis para la del Pacífico, de forma que cada año se utiliza una de ellas, y, al cabo de seis años, se vuelve a utilizar la primera. En el caso de que un fenómeno cause demasiada destrucción es retirado de la lista de nombres.

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