Cuando Ofelia se enteró de la boda de su sobrina, en Las Tunas, decidió sacar el pasaje varias semanas antes. No quería sorpresas con el tren, tampoco arriesgarse con la lista de espera en la terminal de ómnibus. Optó por comprar un boleto en la “Yutong”. Esa forma de viajar le parecía la más seria y sensata.
La primera sorpresa fue el ómnibus. Hacía ya algunos añitos que no viajaba, pero no podía creer el mal estado en que se encontraba: un cristal trasero agrietado, partes metálicas corroídas por el óxido, un asiento defectuoso, una mugre bastante espesa en el exterior, de esas que invita a escribir “lávame, cochino”…
“Siempre que llegue sana y salva, que no se retrase, y el aire acondicionado esté funcionando, no hay problemas”, eso pensó.
La siguiente sorpresa se la llevó inmediatamente al subir al vehículo: aquello era el reino del caos, la desidia y la anarquía, y el rey –o reyes–, eran los dos choferes. Ahí se hacía lo que a ellos les daba la reverendísima gana, y punto.
La historia de Ofelia no es la única. Son muchas las personas que a diario comparten experiencias bien desagradables de lo que sucede en la actualidad con los ómnibus Yutong durante sus travesías en las carreteras.
A precios desfasados por completo con el salario de un trabajador, lo menos que uno esperaría es un servicio de calidad, como era cuando empezaron a circular esos vehículos.
Lo primero desagradable que sucedió, refiere Ofelia, fue el negocio redondo que existe en los ómnibus con el cobro de pasajes por tramo, fuera de las terminales, “y el dinero iba para sus bolsillos, si después sale de ahí, no sé… pero al final del viaje el “rollito” de plata era bastante grande, es un negocio redondito, ellos no gastan combustible ni nada, las personas ni se quejan, no pierden el tiempo, y se van para la casa al final del viaje, como con 500 pesos cada uno”.
“Lo segundo”, agrega, “aquello parecía un tren lechero, hacía más paradas que un coche tirado por caballos en un viaje en un pequeño pueblo: cuando el chofer tenía ganas de comprar algo en la carretera, paraba; en una casa de alguien también se detuvo, pagó un dinero y metió dos sacos en la parte de abajo, donde va el equipaje de los pasajeros; en otro momento se detuvo, compraron queso blanco y para adentro también.
El colmo fue cuando debió parar en uno de los llamados “conejitos” y no lo hizo, se detuvo más adelante donde había una paladar. Ahí ellos entraron a un reservado donde les esperaban par de platos calientes mientras que los pasajeros, que algunos no teníamos pensado comernos platos en 30, 35 o 40 pesos, no nos quedó más remedio que hacerlo.
Ellos debieron detenerse en una cafetería del estado y que los pasajeros gastaran mucho menos… y para colmo, hay que sumar las paradas cada vez que recogía a alguien y se desmontaban, que fueron varias, y para rematar, cuando uno de los choferes quería fumar también detenían la marcha, hasta nos amenazó con hacerlo arriba si decíamos algo”.
“¡Qué decir del viaje con la gente en los pasillos!, una señora con los senos grandes casi los descansó arriba de mi hombro; un hombre, al pasar, casi puso su trasero en mi cara, eso sin mencionar que el viaje debía ser bien tranquilo, sin preocupaciones por el equipaje que debía ir en la parte de arriba del asiento, y no pude dormir pensando que alguien se lo llevaría…”, sentencia Ofelia.
Las vivencias de Ofelia son bastante elocuentes, y describen, quizás no a ese extremo siempre, lo que sucede a diario en las “Yutong”, el pequeño reino sobre ruedas donde dos personas, sin ningún gasto personal y sí de recursos del gobierno, gobiernan a su antojo.
“Y menos mal que a estos dos no les gustaba el reguetón, pusieron a José José, Eros Ramazzotti, Juan Gabriel, Ana Belén… porque si no hubiese sido así, me suicido”.
¿Qué opinas?
COMENTARArchivado en: