Los nacidos y crecidos dentro de la Cuba revolucionaria (la mayoría de cubanos vivos, calculo), aún padecemos los daños colaterales de las contradicciones vividas en ella.
Una de las más sangrantes fue el ‘apartheid’ que de 1993 a 2008 hizo de los residentes cubanos ciudadanos de segunda clase en su propio país.
En hoteles donde ondeaba la bandera cubana los extranjeros se hospedaban y disfrutaban de ocio turístico, mientras los cubanos eran desplazados de allí como palestinos, tuvieran o no moneda convertible para costeárselos igual que un extranjero.
Durante 15 años se anuló el concepto ‘turismo nacional’ en un país donde el extranjero era el único ‘turista’ posible, pese a que la Constitución, capítulo sexto, artículo 43, reconocía a todos los cubanos el derecho a hospedarse en cualquier hotel y recibir cualquier servicio público.
Para un cubano rondar un hotel o una zona frecuentada por turistas y, sobre todo, ser visto hablando con ellos por policías u otros cubanos, generaba las paranoias de ayer y hoy: que te imaginen mendigándoles, negociando clandestinamente o jineteando con ellos, quejándote de la situación del país o criticando al gobierno.
Traspasar las puertas de un hotel y adentrarte en el lobby era psicológicamente tan atrevido como profanar un templo o atravesar un campo minado: en cualquier momento salía de la nada un custodio a preguntarte qué hacías allí e invitarte a salir, sobre todo si no pasabas por el aro del soborno, claro.
Aún hoy hay hoteles que, sin soborno previo, no permiten acceso a cubanos que no sean huéspedes, valiéndose para ello de pasaportes escaneados, seguridad a las entradas y guardias civiles en buses turísticos.
Ser cubano e interactuar con extranjeros en Cuba te hacía y te hace sospechoso, sentirte vigilado, inspirar desconfianza y desconfiar tú mismo de todo y de todos.
Los efectos secundarios de esa segregación ya son crónicos, auténticas secuelas psicológicas con un desafío extra: rehabilitarse pero con la persistencia de las mismas desigualdades sociales, económicas y políticas entre cubanos y extranjeros que existían entonces.
Con más de 8 años levantado el veto a que cubanos se hospeden en cualquier hotel de la Isla, a muchos aún les cuesta asumir con naturalidad el rol de turistas en su propio país, donde siempre le acecharán sospechas de turista sexual, espía, periodista infiltrado, traficante o simplemente ‘yuma’ ostentador de poder adquisitivo.
Tampoco olvidemos que muchos de esos cubanos que hoy pueden hospedarse en un hotel de la Isla ―cuyos precios por noche oscilan entre 40 y 200 euros― fueron los estigmatizados como ‘gusanos’ o ‘marielitos’ y repudiados como apátridas y traidores por los revolucionarios patriotas de antaño.
Y es que nuestro trastorno con los hoteles viene del contraste entre un ‘antes’ y un ‘después’ turístico en la Cuba revolucionaria.
El ‘antes’ es aquella época dorada en la que los cubanos crecimos escuchando machaconamente el poema Tengo, de Nicolás Guillén, dogma lírico sobre el modelo turístico socialista y caribeño cuyos bienes eran colectivos, propiedad social al alcance de cualquier cubano, y ya ‘nunca más’ propiedad privada al alcance de una élite.
“Tengo, vamos a ver / que siendo negro / nadie me puede detener / (…) en la puerta de un hotel / gritarme que no hay pieza (…) / donde yo pueda descansar”.
Gracias a la Revolución, playas, clima, naturaleza y, por supuesto, hoteles, supuestamente eran patrimonio ciudadano y no del Estado ni de sus dirigentes.
El orgullo revolucionario por los hoteles ―sobre todo habaneros― era ideológico: la expropiación a sus dueños y artífices, inescrupulosos empresarios capitalistas o mafiosos norteamericanos en contubernio con Batista, atajó a tiempo y extirpó de cuajo la extensión a Cuba de la corrupción de Las Vegas.
Con el manotazo nacionalizador y la ruptura diplomática con Estados Unidos de una Revolución autoproclamada socialista, el turismo extranjero a la Isla sufrió una caída libre asumida por el nacional.
Siempre con matices, los cubanos vivieron entonces unos idílicos 60s, 70s y 80s accediendo a playas, centros de ocio y hoteles. Me refiero a cubanos de a pie, recién casados de luna de miel, pero sobre todo vanguardias y destacados de la emulación socialista, dirigentes y altos cargos de siglas como FAR, PCC, UJC, CTC, CDR, de Ministerios y Consejo de Estado, claro.
Hospedarse en el Nacional, Capri, Riviera o Habana Libre costaba menos de 20 pesos por noche; el Internacional de Varadero, el Kawama o el Jagua, entre 10 y 8 pesos; y otros más intrincados, como Los Jazmines en Viñales, a 6 pesos con un servicio de excelencia similar al de los hoteles mencionados.
Pero la financiación que permitía el dispendio con que la Cuba socialista convidaba a sus ciudadanos a disfrutar de paquetes turísticos con precios hoy francamente irrisorios no caía del cielo, sino de Moscú.
La Vuelta a Cuba (transporte y hoteles con todo incluido por Viñales, Varadero, Trinidad, Cienfuegos, Camagüey, Holguín y Santiago de Cuba) salía a 250 pesos; los viaje a países socialistas (lo mismo Plaza Roja, Mar Negro que Danubio), 1500.
En 1972 se retomó de modo lento pero aplastante la reconciliación cubana con el turismo capitalista extranjero.
Apaciguadas las relaciones más hostiles y críticas de la Revolución con su entorno internacional, y con la presidencia de un Jimmy Carter menos beligerante con Cuba, un tímido turismo canadiense comenzó a arrimarse a nuestro sol y a activar turoperadores cuyos catálogos ya incluían a Cuba como destino.
A Canadá debemos nuestra competencia turística caribeña y el inicio de uno de los fenómenos sociológicos más controvertidos de la historia cubana reciente: el jineterismo.
Tuvo que esperarse a 1987 para que Cuba recuperara los 270 000 turistas occidentales de hacía 30 años, ninguno estadounidense.
Ello activó la construcción de 29 nuevos hoteles con 4 000 habitaciones entre capitales provinciales y principales polos turísticos con inmejorables playas a mano.
A la altura de 1989, la infraestructura hotelera cubana contaba con 17 600 habitaciones, aunque la mayoría de tan solo dos y tres estrellas: solo 17 se catalogaban como de cuatro y cinco estrellas.
Visto lo visto, y con la inexorable desconexión de Cuba del CAME (su valedor económico e ideológico), la isla se abocó a una crisis cuyo socorro inmediato fue monopolizar el sector turístico para el capital extranjero.
De pronto, para los turistas occidentales todos los hoteles resultaban pocos, hoteles en los que los cubanos sobrábamos aunque Nicolás Guillén nos garantizara poéticamente su conquista por los siglos de los siglos.
Fue entonces cuando los cubanos nos dimos de narices contra la realidad, despertamos a la pesadilla en la que la moneda nacional ―con la que ingenuamente creíamos que pagábamos el coste real de nuestro turismo― en verdad era poco menos que papel mojado.
Fue una dolorosa y traumática ruptura sentimental y económica; un desahucio en toda regla; un desalojo de ese patrimonio arquitectónico y natural que son los hoteles.
A partir de entonces para un cubano común un hotel era como una langosta: el manjar prohibido a los nacionales pero permitido y servido con excelencia hostelera a extranjeros capitalistas, siempre con la paradójica justificación de salvaguardar financieramente los logros socialistas revolucionarios: salud y educación gratuitas.
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