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El pasado 26 de noviembre, cubanos en todo el mundo y ciudadanos del orbe se acostaron/despertaron con la noticia de que el otrora presidente cubano Fidel Castro y figura líder e icónica del proceso revolucionario había fallecido.
La noticia -tan esperada como increíble- devino portadas de medios de todo el mundo, apurados o elaborados reportajes, mensajes de condolencia de rigor y editoriales ideológicamente marcados en pro o en contra.
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La noticia, sin embargo, puso, una vez más, en triste evidencia que los problemas de la sociedad cubana no se solucionarán -iluso quien lo pensase pero respetable quien lo desease- con el fallecimiento de un nonagenario y enfermo señor.
Cada quien elige dónde poner sus afectos, hacia dónde enfocar sus fanatismos y a quién profesar aversión o idolatría. Eso es un tan cierto como innegable, pero los cubanos no sabemos aceptar esa verdad ni respetar la diversidad de elecciones -porque muchos ni saben de qué se tratan- y la muerte de Fidel así lo ha evidenciado, al mostrar nuestras mayores fisuras como comunidad, nuestros más peligrosos puntos débiles y las muchas y dolorosas limitaciones que lastran la búsqueda del bien común de nuestra Isla.
Aprehendimos a fuerza de consignas, reuniones de evaluación, estímulos, premios/castigos y epítetos (vanguardia, integral, gusano, vendepatria y toda una diversa galería de apelativos opuestos) que los seres humanos eran soldados al servicio de la patria: revolucionarios o contrarrevolucionarios, y nos habituamos a pasar por el tamiz de esa clasificación todos los actos, deseos o planteamientos de las personas, sin comprender que la semilla del odio se iba desarrollando con tan ridículo e insano antagonismo. Nunca nos enseñaron que pensar diferente era simplemente eso.
Desaprendimos la capacidad de entender al otro, de escuchar y de sacarle provecho a sus aportaciones si este era (o parecía) contrario (enemigo).
La muerte de Fidel lo ha puesto en evidencia como pocos hechos lo han hecho; al menos en los espacios en los que se han producido debates entre quienes han querido mostrar dolor por la pérdida, agradecimiento por todo lo 'recibido', gratitud, lealtad e incondicionalidad con respecto al proceso que Castro inició y quienes han festejado el deceso o, sin llegar a ello, se han mostrado contrarios, críticos o severos con su figura, sus posturas, sus políticas y sus decisiones.
La rapidez con la que en redes, medios y foros 'públicos' -ya sabemos que una cosa es delante y otra detrás de cámara- muchos cubanos residentes en la Isla, -aún los amigos, familiares y conocidos que en confianza se muestran críticos del régimen-, se han apresurado a manifestarse leales, incondicionales y dolidos por la irreparable pérdida física del idolatrado líder habla de los temores de siempre, las autocensuras de antaño, los aprendidos bocadillos; habla de domesticación, inseguridad, miedos y obediencia.
Que en otras partes del mundo se celebre hasta la euforia la muerte de una persona y se ataque con encono y agresividad a quien no evidencia semejante éxtasis habla de intolerancia, irrespeto, de heridas no cerradas, de daños irreparables, de sueños dejados por el camino.
Mordazas, miedos, oportunismos, autocensuras, sana y justificada autoprotección por un lado; rabia, irracionalidad, dolor y rencores por otro, subyacen en los más encarnizados enfrentamientos que han protagonizado en las redes o en las calles los 'castristas o anticastristas'.
Ambos duelen tanto como Cuba; por extremos, por irreconciliables y porque hablan de una Cuba fragmentada. Fragmentada no solo porque muchos de sus hijos han marchado a vivir fuera sino visceral y profundamente escindida en todos los núcleos donde la cubanidad se asienta.
Las reacciones públicas de cubanos ante la muerte de Fidel hablan de una Cuba incapaz de curar sus heridas, de entender sus incoherencias, de aceptar lo positivo de la diversidad y el diálogo; una Cuba que reprime las discordancias y la oposición: no solo reprimen los órganos o instituciones creados para ello, no solo los cubanos que con miedo u oportunismo 'protegen' la revolución de los disidentes, sino que lo hacen los cubanos que han marchado a vivir fuera y siguen bajo la premonitoria y lapidaria frase “Con la revolución todo, contra la revolución nada” (Palabras a los intelectuales, agosto de 1961).
La muerte de Fidel podrá hacer a la larga algún bien a la nación cubana si se le asume como un natural, espontáneo y vital proceso de dar paso a lo nuevo, de sobreponerse a los errores y al pasado; si provoca que Cuba se deshaga de la dañina figura del líder-dios idolatrado y asuma la del presidente-humano, pero por el momento, más allá de los fugaces o prologados arranques de alegría en algunos, de las necesarias reflexiones y sano ejercicio de puesta en debate de deseos comunes en otros; la muerte de Fidel no ha hecho más que demostrarnos que la fragmentación de la familia y la nación cubanas superan los límites del entorno doméstico, de los afectos, las relaciones personales y las fronteras de la Isla.
O asumimos de una vez que somos responsables actores de nuestro destino o siempre necesitaremos de un líder/padre (dios o demonio) a quien pedir y agradecer o demonizar y culpabilizar.
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