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La aplastante marcha feminista que “dio la bienvenida” a Donald Trump, a un día de su investidura como presidente de los Estados Unidos, dejó un mensaje bien claro: con la juramentación del magnate se ha concretado un paso gigante en reversa para los derechos y libertades de las féminas en ese país y el resto del mundo.
Dignificar con el título de presidente de una nación a una persona abiertamente misógina, racista, homófoba y xenófoba es legitimar por todo lo alto tales formas de violencia, odio y discriminación contra las cuales la gente sensata ha venido luchando desde los albores de la humanidad.
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La marcha de mujeres no sólo se replicó con más de 600 “marchas hermanas” en diferentes estados de EE.UU, siendo mayor la participación con cientos de miles en el National Mall de Washington, sino que se expandió a otras regiones del planeta como Buenos Aires, Lima, Bogotá, México DF, Lisboa, Ginebra, Barcelona, París, Reino Unido e incluso a la Antártida, donde se encontraba un pequeño grupo de investigadores que no dudaron en sumar su voz a la protesta.
Aunque el llamado a manifestarse masivamente partió de un impulso feminista, la “Women´s March” abarcó además todo un abanico de demandas progresistas, que van desde los reclamos por la equidad social hasta la defensa de los derechos de los inmigrantes, los musulmanes, los homosexuales y la comunidad LGTBI en general, así como proclamas ecologistas y sindicalistas.
Ahora bien, los más cercanos al acontecer de Cuba –no tanto así los cubanos- se preguntan por qué un movimiento de esta envergadura tuvo cero repercusión en una isla autoproclamada socialista e inclusiva, con un gobierno que, más que recordar, restriega continuamente a sus ciudadanos que gracias a sus medidas progresistas somos la insignia del empoderamiento femenino.
Si bien en Cuba temas como el aborto gratuito o la igualdad salarial se han superado, queda muchísimo por hacer en materia de libertades civiles, diversidad sexual, violencia e identidad de género y presencia activa de la mujer en esferas importantes de la sociedad.
Como ocurre con la totalidad de los grupos sindicalizados dentro de la nación caribeña, la única organización enfocada a salvaguardar el bienestar y la inserción de las mujeres en la sociedad, la FMC, deviene herramienta del Estado con matiz marcadamente heteronormativo para el fortalecimiento del sistema político totalitario que rige el país.
Ni las mujeres, ni nadie en Cuba tiene el derecho humano de crear sindicatos, asociarse libremente o manifestarse en público en orden de velar por su integridad en esferas laborales o sociales, así como tampoco a autogestionar proyectos de verdadero impacto, más allá de los comunitarios o artísticos, que difieran en lo más mínimo del discurso político oficialista.
Las féminas cubanas adquieren la membresía de la FMC automáticamente al cumplir 16 años. Como organización de corte comunista, la Federación desdobla sus líneas de trabajo sobre estas adolescentes y el resto de sus miembros partiendo de actividades políticas orientadas para dibujar un escenario ilusorio, donde la mujer cubana –desde la postura más conservadora de este término- defiende a capa y espada los ideales de sus principales dirigentes, todos hombres.
Pero vamos por partes. La Federación de Mujeres Cubanas fue creada en 1960 por Vilma Espín, cuñada de Fidel Castro. Consecuente con los preceptos del régimen, la organización nunca fue permisiva con la pluralidad de pensamiento político en sus filas, del mismo modo nunca ha librado ninguna batalla feminista que no sea la de moldear a la mujer socialista partiendo de la costilla del hombre socialista, valga la redundancia.
La FMC no pudo haber convocado a una marcha espontánea para apoyar a sus hermanas en Washington porque sencilla y llanamente no era interés del Estado cubano que esto ocurriese. Y otras mujeres, no asociadas, correrían el riesgo de ser violentamente reprimidas por las fuerzas policiales, como ya ha ocurrido en innumerables ocasiones con el grupo opositor Damas de Blanco.
Las únicas marchas en Cuba, además de las orquestadas por el gobierno de Castro cuando se inventa una crisis política o un aniversario patriótico, son las de la recién “legitimada” comunidad LGBTI, la cual también tuvo fuerte presencia en las manifestaciones anti-Trump del pasado sábado en EE.UU.
Los activistas LGBTI tampoco marcharon en Cuba. ¿Por qué? Como ocurre con las mujeres, solo una entidad vela por los derechos de este grupo, históricamente marginado y discriminado. La persona que lidera dicha institución es la hija del actual presidente, Mariela Castro, una marioneta institucional que no pertenece al círculo LGTBI pero trabaja con él para limpiar el nombre del Estado –que bien podría ser el suyo propio- por todo el daño infligido a los homosexuales durante las primeras décadas de la Revolución. (Hablamos del constante acoso policial y los campos de trabajo forzado a mediados y finales de los 60, por citar solo un par de ejemplos.)
En definitiva, si alguien esperaba ver una marcha feminista ocupando el Malecón habanero o la Avenida 23 es porque se olvidó de que en la mayor de las Antillas reina desde hace décadas la peor de las patologías sociales: la apatía cívica, hija de un sistema de gobierno asfixiante y paternalista que es indiferente -y en algunos casos castiga- a la iniciativa ciudadana.
Una marcha feminista en Cuba se hace indiscutiblemente necesaria, pero para ser justos, antes de levantar nuestros carteles contra Trump, habría que haberlos levantado mil veces contra los Castros, que –en definitiva- nos tienen agarradas por el “pussy” desde hace más de medio siglo.
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