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El 3 de junio de 2016 quedó en nuestras memorias como el fatídico día que se llevó al primogénito de Cassius Marcellus Clay y Odessa Grady. Y no hay manera de conformarnos con ese adiós sin regreso de “el más grande” de todos.
El mayor mito del boxeo, Muhammad Ali, falleció a sus 74 años de edad debido a problemas respiratorios. Había sido hospitalizado en Phoenix, Arizona, y el pronóstico de los médicos era de “muy grave”.
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Ali fue un verdadero y sensacional prodigio en el cuadrilátero. Un hombre que rompió esquemas, que se movía como un auto deportivo y gozaba de una pegada tan demoledora como un camión de carga.
Nació en Louisville, Kentucky, el 17 de enero de 1942 el niño que luego sería un soñador, un optimista, un campeón, un religioso, un testarudo. Ese bebé que se nombró Cassius Clay hasta 1964, se proclamó monarca olímpico en Roma 1960 y en 1978 logró convertirse en el primer tricampeón mundial de peso completo en la historia del boxeo.
Realizó 25 combates por el campeonato del mundo y se retiró en 1981 con 56 victorias en su haber, 37 de ellas por la vía del nocaut, y solo cinco derrotas.
La hoja de servicio del “Bocazas” se resume en una palabra: esplendor. El tipo inteligente que venció al temible Liston, maniató a Foreman en Zaire y peleó a muerte con Frazier en Filipinas. Un moreno que hizo revolución y rompió barreras.
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