En el teatro Manuel Artime, Trump ha ganado, algo que no tendría por qué asombrarnos, ya que si lo logró en Estados Unidos con estas mismas armas –su boca de puchero, su retorcido catálogo facial, y una catarata de promesas y compromisos que solo los que no estamos presentes parecemos preguntarnos cómo diablos va a cumplir–, no se ve por qué no podía lograrlo en Miami, tierra de profetas.
Trump prometió construir un muro en la frontera con México, eliminar a ISIS en 30 días, y ahora, frente a los familiares de los pilotos Mario de la Peña y Carlos Costa, ultimados en la flor de su juventud, le ha exigido al gobierno cubano que entregue a los militares que en 1996 tumbaron la avioneta de Hermanos al Rescate en el Estrecho de la Florida.
Primero se cristianiza Al Raqa antes que La Habana le preste siquiera atención a estas bravuconadas ad hoc: contentar al electorado y público presentes, compuesto por la línea dura del exilio y la oposición interna cubana, y devolverle, con el mínimo de variaciones posibles en la política hacia Cuba, el favor de sus votos en el Congreso y el Senado a esos dos capitostes que son Mario Díaz Balart y Marco Rubio, quienes han visto Cuba, si es que la han visto, a través de postales o de los primeros minutos de Fast and Furious 8.
“Estoy cancelando ese pacto completamente sesgado que hizo el gobierno anterior con Cuba”, dijo Trump, y luego se volteó a su izquierda, orondo, y ensayó un mohín de satisfacción plena. Puntualmente lombrosiano, Trump es en realidad como la caricatura de Trump, y todo lo que dice parece ir encerrado en un globo que sale de la boca del dibujo que es.
La embajada de Estados Unidos en La Habana va a seguir frente al Malecón, ya sin antimperialistas banderas negras tapándole el horizonte, rodeada de cafeterías y secretarios privados duchos en el arte de rellenar planillas de solicitud de visado. Cuba permanece fuera de la lista de países patrocinadores del terrorismo. Los vuelos comerciales directos y los recorridos de cruceros de sol y playa continúan. Los emigrantes y exiliados cubano-americanos aún pueden enviar remesas a la isla para seguir poniendo religiosamente una botella de aceite y tres latas de atún en la despensa de sus casas natales, veinte dólares de crédito en el celular de sus madres o hermanos, que Etecsa generosamente va a convertir en cincuenta, y unas mudas de ropas más en el closet de sus familias.
Por lo pronto, la cancelación del pacto lanzado por Obama se reduce a la restricción de viajes de ciudadanos norteamericanos a la isla y a la prohibición de acuerdos comerciales con empresas ligadas a las fuerzas armadas. La agricultura, la industria del níquel y del azúcar, o el Centro de Inmunología Molecular (CIM), cuya vacuna CIMAvax-EGF ya enfrenta pruebas clínicas en el Roswell Park Cancer Institute de Buffalo, Nueva York, no están en manos de los militares, pero de la misma vacilante manera que no lo estuvo Habaguanex hasta el verano de 2016.
En un país dirigido a dedo, donde Raúl Castro es capaz de decirle a un periodista en conferencia de prensa que le pase la lista de los presos políticos y esa misma noche los libera, que determinados sectores de la economía no estén de modo formal bajo el control de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) no significa demasiado. A través de la corporación Gaviota, el Grupo de Administración Empresarial de las FAR (GAESA) administra a lo largo del país 55 hoteles que mañana pueden amanecer descansadamente, si las circunstancias lo requieren, bajo la dirección de la cadena hotelera Cubanacán o de la Base de Campismos Populares.
La administración republicana, a menos que sea incluso más inepta de lo que el mundo ya ha confirmado que es, debe estar al corriente de que ha dejado un margen de maniobra bastante cómodo y amplio a Raúl Castro y el séquito pujante que lo secunda, y hay por delante un abanico de jugosas inversiones para sospechar que, si ha sido, es porque así han querido que sea. No parece que Washington desee, ni pueda, desmantelar ya el legado de Obama. Habría que esperar a que los Departamentos del Tesoro y Comercio revisen y aprueben la nueva política –un proceso que puede demorar 90 días–, pero la única garantía absoluta de confinar el poderío económico de los militares en un Estado, claramente, militarizado, pasaría por suspender de golpe las relaciones bilaterales y comerciales entre ambos países, algo que, si no sucedió esta vez, afortunadamente no va a suceder ya.
El estrangulamiento económico y la ruptura diplomática como métodos para lograr algún tipo de libertad política en Cuba son hoy, después de más de cincuenta años de sostenidos fracasos, una apuesta circunscrita al establishment republicano de la Florida y a su brazo visible de disidentes proembargo en la isla, quienes se las han arreglado para festejar, aun cuando –y con Trump al mando, ese regalo que les cayó del cielo– no hayan obtenido más que dos decretos bastante secundarios y menores en el orden de sus exigencias de regreso a la Guerra Fría. No obstante, obtuvieron más de lo que se suponía, habida cuenta de que tales posturas arrastran muy escaso o nulo apoyo popular tanto en Cuba como en Estados Unidos.
El propio Antonio Rodiles ha dicho que lo más importante que vio “en el mensaje del presidente Trump es que nuevamente ubica a los actores políticos donde deben estar (…) Ahora el discurso es más claro. El régimen cubano es una tiranía, el gobierno de EE.UU. es líder en la lucha por los Derechos Humanos”. Independientemente de que Corea del Norte, Arabia Saudita, Rusia o Egipto echarían por tierra lo que Rodiles dice que Estados Unidos es, el líder opositor cubano solo ha podido rescatar como significativa la retórica de Trump: “el mensaje”, “el discurso”. “Esta nueva política marca un gran cambio”, concluyó, aunque no haya abundado en ejemplos concretos que pudieran hacernos creer que Rodiles está en lo cierto, puesto que vio y escuchó cosas que nosotros no.
Diario de Cuba, por su parte, ha publicado un editorial titulado “Trump acierta”, pero no ha podido hilvanar más de cuatro cortos párrafos para explicar el supuesto acierto, limitándose a reseñar la correcta división de la sociedad cubana, hecha por el mandatario, en militares y pueblo en general. ¿Cómo podría la nueva política de Washington separar la paja del grano?
La industria del turismo, que va a acusar pronto el golpe, si bien acoge importantes intereses del conglomerado empresarial-militar, es también la principal fuente de ingresos del naciente sector privado cubano. En un país regido por una economía centralizada y un gobierno totalitario, ¿quién es el inversor pulcro y bienintencionado que puede potenciar la sociedad civil sin pactar antes con el poder político?
A comienzos de este mes, el portal Airbnb publicó que los cubanos suscritos al servicio han obtenido en dos años una ganancia de 40 millones de dólares por la renta de casas, habitaciones y apartamentos privados. Aun descontando los impuestos a la Oficina Nacional de Administración Tributaria (ONAT), esto debe ser casi más que la suma de todos los salarios que el Estado le ha pagado a sus trabajadores desde 1959 hasta la fecha. Con la restricción de los viajes de manera individual recientemente anunciada, difícilmente estas cifras se mantengan.
En La Habana, ni siquiera parecen haberse alarmado demasiado después de la gala patriótico-cultural en el teatro Manuel Artime. En la declaración del gobierno que Granma disciplinadamente ha publicado, cumplida la cuota retórica habitual, no se descubren afanes desmedidos de confrontación, y mucho menos signos de temor, puesto que las reglas del juego que el discurso incendiario de Trump propone, si este finalmente fuera el método elegido por su administración y no más que una presentación aislada, La Habana las conoce al dedillo, ahí son pez en el agua.
La soberanía nacional y, dentro de ella, el fin de la realización plena de nuestras aspiraciones democráticas, no es algo que haya que pedirle a Trump ni a nadie. La normalización pasa inevitablemente por el cese del embargo. Lo que estos años parecen definir como un hecho, y que es lo único que Washington debe garantizarnos, es la posibilidad de gestionar un país y desmontar un orden arbitrario que no cuente con el as bajo la manga de un enemigo cómplice.
Demostrada, hasta hoy, nuestra ineptitud como pueblo, la única buena noticia que nos llega es que la injerencia extranjera y el estalinismo se auxilian más que nunca.
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