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Hace 56 años que cazó su propia cabeza en Ketchum, dejando huérfanos a la finquita habanera La Vigía, a sus amigos toreros y actrices, al yate Pilar y su patrón Gregorio y a sus numerosos lectores de todo el mundo.
La diabetes, de la que daba cuenta diaria con las anotaciones en la pared del baño y sus altibajos emocionales, dio al traste con un hombre que disfrutaba disparando a las auras tiñosas y rechupeteando los mangos de la arboleda de su casa de campo en La Habana.
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Pescar agujas en the gulf stream, acompañado de Gregorio Fuentes, utilizando la carnada que previamente atrapaba con atarrayas recosidas en Cojímar, era síntoma de su soledad y aburrimiento ante una sociedad que ya no lo emocionaba como la muleta de Dominguín o la capa de Bienvenida.
Tampoco tenía una guerra en la que implicarse (como hizo en la Guerra Civil Española), y se había convertido en una tortura cotidiana, el rito de escribir de seis de la mañana a dos de la tarde, de pie frente a una Underwood 1952 reposando sobre el lomo de la Enciclopedia Británica para aliviar sus rodillas.
Su médico, amigo y confidente había cambiado el tono de los consejos amables por un imperativo de vida o muerte: debía dejar de beber alcohol como antídoto ante sus frecuentes depresiones.
Ernest Hemingway había perdido el deseo de vivir y prefirió dejar olvidadas sus gafas graduadas sobre una mesa de La Vigía, poner agua por medio y pegarse un escopetazo para no tener que volver a escribir.
García Márquez, que asumió ser el hijo mestizo de Faulkner, se cruzó una vez en una avenida de París con Hemingway pero no se atrevió a saludarlo.
Gabo, quien entonces aseguraba ser feliz e indocumentado, solo atinó a rodearse las manos con la boca y gritar, como hacen en Cartagena de Indias, ¡Maestro! y Ernest apenas se volvió y le saludó con una de sus manos.
Quizá en ese instante Hemingway supo -o no- que podía matarse tranquilamente, pero nunca más consiguió juntar oraciones con el vértigo cinematográfico que presidía su escritura, según contaba García Márquez.
Los demonios de la creación son tan enrevesados que uno no consigue entender como el sureste habanero, en un pueblito con dos paradas de guagua: Los Panecitos y Los Mangos, acogió a un Premio Nobel de Literatura en pantalón corto y descalzo, cargado de gatos, perros, novias y manuscritos.
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