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En tierra de pescadores, Orlando Silva Pozo asegura no serlo, aunque el llamado del mar y de la tradición de sus ancestros en ese oficio le han arrojado a la aventura marinera más veces de las que recuerda.
Él vive en Cayo Granma, un pequeño islote ubicado justo en la entrada de la bahía de la ciudad de Santiago de Cuba, pequeña comunidad donde caminar y nadar se aprenden al mismo tiempo.
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En poco más de dos kilómetros cuadrados sobreviven las tradiciones marineras de esta urbe, entre ellas las de los lobos de mar, que traspasan sus conocimientos de la pesca –de generación en generación–, como el bien mejor resguardado y preciado de quienes viven por estos lares.
Orlando, como todos, aprende de sus mayores los secretos del mar. Él zarpa en una pequeña embarcación que a duras penas rompe las intranquilas aguas del mar Caribe. El diminuto navío se tambalea con facilidad cada vez que se acerca al Morro. Justo ahí, donde el viento penetra frenéticamente como agua por el hueco de un embudo, las ráfagas estremecen hasta sus curtidos nervios. Ya en mar abierto, sin necesidad de internarse mucho, el viaje es más tranquilo y se capturan los mejores ejemplares.
“Cuando la pesca es buena, da para guardar en el refrigerador de la casa y también para vender a las paladares del cayo y a las personas que vienen a menudo buscando pescado”, asegura Silva y apresuradamente añade que “de todas formas, aunque no de para vender, me gusta pescar y comer pescado, esto es un pueblo de gente de mar, ¡cómo no me va a gustar!, aunque te repito, yo no soy un pescador, porque no me dedico todo el tiempo al oficio ni vivo solamente de él”.
Al crecer, Orlando vivió un tiempo en La Habana, aunque nació en Cayo Granma, lugar al que decidió volver, no por obligación, sino por voluntad propia. “Llevo la programación de la sala de televisión, ese es mi trabajo. En las noches pongo películas para los adultos, también novelas; los fines de semana es turno de los muñequitos animados para los más pequeños y fútbol y seriales para los jóvenes”.
De sus padres y abuelos aprendió a leer el mar, los vientos, las estaciones y las lunas, también los momentos idóneos para pescar y las mejores zonas para hacerlo, donde encontrar los pargos y las rubias, y el atún los últimos meses del año, además de cómo arrojar la red y las carnadas que más pican los peces; todo un conocimiento que aquí parece estar prohibido para las féminas.
“A mi hija le enseñaré a pescar, pero desde los muelles, aquí las mujeres no salen a mar abierto”, asegura Orlando, “ellas no se montan en las embarcaciones, no sé por qué, pero no lo hacen, yo no quiero que mi pequeña lo haga, es muy riesgoso”, añade.
Los niños varones crecen en un ambiente de pescadores, ven a sus padres y abuelos “luchando” con el mar y con los clientes que compran sus capturas; mientras, las abuelas, les alimentan con mariscos pues son “buenos para la salud, el desarrollo y la hombría”.
En cuanto pueden, los pequeños se hacen de cordeles y anzuelos y hacen sus primeros “pininos” desde los muelles. Las primeras pescas, esas que no sirven más que para carnadas, son el orgullo de sus mayores, “cuando llegas a la adolescencia te sacan a mar abierto, esa primera vez es a vomitar nada más. Es como un ritual. Casi a los 20 años comienza uno a salir bajo su responsabilidad, sin padres ni abuelos, con los socios y amigos. Yo tengo 31, imagina cuántas veces lo he hecho, por dinero o diversión”, asegura Orlando.
En Cayo Granma –antes conocido como Cayo Smith, nombre que ha suscitado diversas historias sobre su origen–, igual que en todos los lugares, hay personas que escriben sus propias hazañas contra los designios de la sociedad. Sus vidas, cuando menos, son interesantes y motivadoras.
Zoe La O Pérez es una de las mujeres más famosa en la historia de este chispazo de tierra robado al mar. Su edad la convierte actualmente en una de las “ancianas” de la comunidad, y también una de las más sabias. Decidió ser pescadora en una tierra donde las féminas a duras penas salían a alta mar, además, dicen todos sus vecinos que tiene la mejor sazón del islote, y de eso hay pruebas.
En más ocasiones de las que recuerda, llevó a su casa el premio al mejor plato en el Festival de la Jaiba, evento que cada año se realiza en Cayo Granma en el mes de mayo. Cuando ella entraba con la olorosa cazuela no había jurado que se resistiera sus a encantos culinarios. Tal era su dominio en esa especialidad que en la actualidad la integraron al tribunal del certamen para que otros pudieran ganar. “No le daba chance a nadie”, sonríe.
“La sazón se lo doy con ajo, cebolla, ajo porro, lo picoteo o lo mezclo todo en la batidora, agrego también vinagre, puré de tomate, vino seco y, sobre todo, el picante que no puede faltar. Hiervo los cangrejos, que quedan colorados, y con grasa les doy ese color brillante al final”, asegura y añade “de mi padre aprendí, cuando íbamos a pescar, a comer solo mariscos o huevos de carey, él me enseñó muchos secretos del mar, y se los pasé a todos mis hijos”.
Esta mujer tiene la capacidad, de la gente de origen humilde y de pueblo de pescador, de hilvanar las historias y tejer conversaciones maravillosas. De vez en cuando, como buena santiaguera, se da un trago de ron y un pequeño bocado de algún marisco cocinado, porque “nunca me puede faltar en mi casa el cangrejo, u otro marisco, y un buen pescado”, acota.
Las personas la identifican como conocedora de las tradiciones e historias de Cayo Granma, cuando alza su voz todos escuchan a una de las ancianas más sabias del lugar. Llegué a ella para encontrar esas anécdotas de los personajes populares del pequeño islote, pero 10 segundos, una invitación a tomar ron santiaguero y probar sus manjúas y siguas, bastaron para darme cuenta que ella era lo que estaba buscando: ella es una de historias más sabrosas del lugar.
“Con mi papá salía a mar abierto a pescar, generalmente pargo, éramos pobres y teníamos que cambiar algunos peces por anzuelos. Se los vendíamos a las familias ricas que vivían en la isla. Siempre llegaba a la casa con el pelo sucio y duro del agua de mar”, dice Zoe y recuerda que al menos ella no ha conocido más de cinco mujeres de Cayo Granma que fueran pescadoras de mar afuera.
Entre sus posesiones más preciadas está el carnet que la acredita como pescadora, “y está actualizado, tengo a dos de mis 10 hijos fuera de Cuba y cada vez que salgo traigo anzuelos y cordeles, y llevo mi carnet para evitar que me los quiten, además, yo no sé si allá me sirve para pescar también”, y sonríe, su picardía es empática.
Desde el portal de su casa, ubicada en un lugar alto en Cayo Granma, Zoe –la pescadora que por tradición no debió serlo nunca– divisa las zonas cercanas de la costa de Santiago de Cuba, también el Morro y la lancha que hace recorridos por la bahía y le rompe su apacible tranquilidad.
Muy cerca de su hogar, en el punto más elevado, está la ermita de San Rafael, el santo patrono de los pescadores, donde acuden personas de diferentes lugares con los cuellos hinchados de desespero. Ella ve la tradicional procesión a donde acuden las personas necesitadas de milagros.
De esa tranquilidad que disfruta en su Cayo Granma, de su saludable brisa marinera, de sus pescados y mariscos, del buen ron que siempre está en su alacena, dice que nadie la saca, ni de su casa o de su isla, “ni con candela, como le hacen al macao”, y otra vez la sonrisa pícara se dibuja en su rostro.
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