Entre las muchas frases recurrentes del fútbol, esta es la verdad principal: “Nadie está por encima del equipo”. Acepto muchas otras como ciertas –“dos cabezazos en el área son gol”, “fortaleza sitiada, fortaleza tomada”, “con diez hombres se juega mejor que con once”-, pero nada que pueda decirse tiene la formidable contundencia de aquella.
Nadie está por encima del equipo, da igual si se trata del glamoroso Bayern Munich, el aguerrido Athletic de Bilbao o la irrisoria escuadra de Guantánamo. Nadie. Raúl se fue del Madrid y la entidad siguió su curso sin perderse una siesta ni renunciar a un desayuno. Ronaldinho salió del Barça un día y nada fue distinto: o mejor dicho, sí: tras su salida llegó la mejor época del club.
El trending topic, ahora mismo, es Neymar. El aburrido culebrón que envolvió su despedida del club catalán terminó con el as brasileño instalado en París, y medio mundo todavía discute si acertó o metió la pata. Tanta gente se siente en el derecho de evaluar su decisión, que pareciera que el muchacho tiene un padre en cada esquina del planeta.
Su marcha ha dividido a la fanaticada en dos grupos previsibles. De un lado, los culés aseguran que cometió un error (en realidad lo dicen de manera más vehemente) porque se va a jugar a una liga inferior, en un equipo inferior, con compañeros de inferior calidad. Va a bajar su nivel, pronostican, y lo despojan de casi toda opción de ganar la Champions League o algún Balón de Oro.
Del otro bando, los anti-azulgranas se burlan de la muerte del tridente pavoroso que Neymar armaba con Luis Suárez y Messi. Saben que el club perdió a su jugador de más futuro, y especulan con la posibilidad de un debilitamiento en el juego barcelonista que rompería monte -como un Elegguá futbolístico- a favor de los merengues de Zidane.
No le falta razón a las dos partes. Será muy complicado que algún jugador se convierta en el número uno del planeta con la liga francesa como escenario cotidiano. Es bastante improbable que, de la noche a la mañana, el plantel de la vieja Ciudad de la Luz sea un real candidato a los grandes trofeos. Y nadie en sus cabales se atrevería a ilusionarse con que Bartomeu, Valverde y compañía hallarán un reemplazo a la altura de la estrella saliente.
Pero vamos, que no es para tanto. Ni es la primera vez que el Barcelona ve salir por la puerta del fondo a un brasileño (el verdadero Ronaldo es un ejemplo, en su caso, agravado por la militancia en el Madrid), ni hay motivos para olvidar que el período de oro del cuadro catalán se vivió cuando por la cabeza de Neymar ni siquiera pasaba la idea de jugar en el Camp Nou. Mucho más peligroso fue el hueco que abrió la salida de Xavi, y la felicidad –como es fácil comprobarlo- no se acabó en Blaugrania.
Por supuesto, el estadio va a extrañar las maneras de Ney con el balón. Tiene botas de seda, y esa precisamente es la mercancía que más alto cotiza en la escuela catalana. Habrá saudade, y mucha, porque se van a echar de menos sus artes de malandro, su Bolt-velocidad y el temple de león que Dios le puso.
Lo demás es hipérbole. Está claro que Pelé no fue el gol, ni Maradona el fútbol. El deporte más hermoso del mundo no se limita a un hombre, toda vez que el valor de la individualidad, en este juego, será siempre inferior al de todo el colectivo.
A Neymar le asistía la libertad de mudar de camiseta. Le sobraron sigilos y fintas y engañifas, pudo jugar ese ajedrez con más limpieza, pero nadie le puede censurar el afán de buscar otro horizonte. Quizás no quiso continuar siendo asistente en vez de jefe. Tal vez Francia era una fiesta idealizada por el niño que creció en la pobreza de Mogi das Cruzes…
Se debiera entender como en la vida: quien no quiere seguir con su pareja, rompe el lazo; el que está descontento en su trabajo, se va. Con sus arduos contratos millonarios y un jardín de supuestos amoríos eternos regado por la prensa, el fútbol ha fundado la creencia –tan cercana a nosotros los cubanos- de que emigrar es traicionar. Y no.
Aunque a ratos ensaye perretas en el campo, Neymar ya no es un niño. Cambió Las Ramblas por la Torre Eiffel, el cava por el champán y Can Barça por el PSG. No estaba loco; sabe perfectamente lo que hizo. Mi posición ante el dilema “¿hizo bien o hizo mal en largarse?” la podría resumir en una breve, elocuente expresión popular: “Su maletín”.
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