Anna Veltfort, una germano-norteamericana, que vivió en Cuba su adolescencia y primera juventud ha entregado a la editorial Verbum (Madrid) su relato de aquella Habana (1962-1972) en que la grisura totalitaria se cernía sobre las fiestas de los cabarets, las amistades peligrosas, el sexo y las lenguas.
Su padre adoptivo, un chico norteamericano de buena familia que descubre el comunismo en su juventud y combate en la Guerra Civil española al lado de la república, llega a Cuba con su familia en aquellas oleadas de técnicos extranjeros que acudieron a participar en la construcción de un paraíso anunciado que trucó en paranoia y desencanto.
El valor de la mirada de “Connie” Veltfort radica en su capacidad descriptiva para contar, con los ojos azorados de una americanita medio alemana y viceversa, cómo conviven en espacio y tiempo las pajas de los estibadores, Goddard en el cine de Güines, con los cuchicheos en las casas sobre la barbarie que se va apoderando de la isla y los trucos que adoptan la gente para ir sobremuriendo.
Conmueven la honestidad intelectual y personal, que es una seña de identidad de este libro de portada a contraportada, pues la Veltfort narra –sin atajos ni florituras- su emoción al creer que está contribuyendo al éxito de la revolución y su desánimo con los nubarrones que anunciaban la tormenta.
Como aquella ofensiva totalitaria contra homosexuales, religiosos, intelectuales y otras conductas clasificadas como “lacras” que desató el poder verde oliva, empeñado en la purificación revolucionaria en un país mestizo desde sus raíces y que ha hecho del choteo una válvula para no morirse del todo, aunque padecieran la UMAP y otras calamidades provocadas por el celo estalinista.
(…) “Ustedes saben quienes son, los han tenido que combatir muchas veces, se han preguntado cuándo tendrían la oportunidad de pedirles cuentas en nombre de la revolución”…
Veltfort detiene su mirada en la aniquilación del grupo “El Puente”, con una visión desacralizadora de la solemnidad oficial y con valores culturales intangibles, recientemente reconocidos parcialmente por la ingente tarea de arqueología cultural en que está empeñado el tardocastrismo.
El encuentro de los poetas José Mario, líder de “El Puente” y Allen Gingsber, uno de los faros de la Generación Beat, sirvió a la maquinaria totalitaria para volar aquel puente que empezaba a ser intransitable para los mandamases, que ya habían optado por “El Caimán Barbudo” frente a “Lunes de Revolución” y han preferido siempre una intelectualidad vigorosa en defensa de la causa y mansa en todo lo demás.
Aquellas redadas contra jóvenes considerados “pervertidos y desviados” fueron la continuidad de los Tribunales Revolucionarios de 1959 y un ensayo de las nefastas lapidaciones públicas de 1980 (Mariel) con aquellos cubanos que decidieron marcharse de su país porque no tenían sitio en una estructura teológica que prometía el paraíso remoto, siempre que el individuo tragara con cuanta ocurrencia viniera del poder.
Una agresión personal que sufre a manos de unos violentos, que se saben respaldados por la ratzia desatada por el oficialismo, sirve a “Connie” para ilustrar la huella de la sinrazón en la vida de la gente de a pie, narra sin victimismo, pero con la certeza de que la revolución se fue a bolina porque Fidel Castro y su equipo han cortado cualquier hilo con la realidad del país.
¿Eres homosexual, has cometido alguna vez un acto homosexual? Pregunta el interrogador y la aludida responde con dignidad, pero con la certeza de que su tiempo habanero es finito y conserva la gallardía de no delatar a nadie. El interrogatorio deja claro que la homofobia forma parte del ADN del castrismo, aunque el revisionismo marielano pretenda reducirlo a un ¿quinquenio? gris, a la tradición machista y a excesos de los hombres que hicieron la revolución para ¿todos o con unos pocos?
Sin embargo, la autora no quiere que su libro sea una lectura más de frustración e ira con lo que pudo haber sido y no fue y cuida hasta el detalle sus recuerdos con menciones explícitas a la racionalidad de Vicentina Antuña, la amistad de Mirta Aguirre.
La autora no quiere que su libro sea una lectura más de frustración e ira con lo que pudo haber sido y no fue
Y tiene la lucidez de extasiarse con las palabras: dingleberry, o guineítos de Tahití, usado en la Sierra Maestra, que darían para un ensayo de reality slang isleño durante la cruzada nacional por la ¿dignidad?
Su mirada a la cuna de la revolución merece una reseña aparte porque en allí también anidan el dolor, el fracaso, los atropellos y la desinformación que se ciernen sobre sus campesinos, que reaccionan de manera dividida a la llegada de habaneros preguntones, pues están viviendo su particular drama de patria o muerte, la errónea disyuntiva cubana.
El libro –que tiene un ritmo cinematográfico porque “Connie” ama tanto la imagen como las palabras- va contando el descalabro general y familiar con un filtro solar de impotencia porque la noche de caqui y estrellas va tapando todas las hendijas por las que iban respirando, consecutivamente, quienes apostaron por un ideal que se convirtió en trampa hasta dejarlos sin trabajo y sin casa en la única dictadura del proletariado de la región.
Entrar en un supermercado me pone nerviosa, veinticinco marcas de pasta de dientes diferentes… confiesa Veltfort en un breve viaje a USA. Tampoco elude comentar la homofobia y el machismo que advierte en la tripulación de los barcos soviéticos que la traen y la llevan desde y hacia Cuba.
Connie ya ha pasado por la experiencia de llevar a su familia al aeropuerto habanero para que se vayan a Alemania, mientras aguardan que su padre adoptivo las lleve a USA, donde anda buscando trabajo. Ya en el libro se advierte otra clave emocional, Connie se separa aún más del ruido totalitario, sin dejar de mencionar algunos pasajes de la guerra revolucionaria.
Ante el chantaje de que para trabajar en el ICAIC como aprendiz debe renunciar a ser gringa y hacerse cubana; Connie sabe que está ante su The End habanero y junto a su pareja planea la huida, que se frustra a última hora, porque la seguridad cubana ha detectado que Marta Eugenia se va a Londres con una beca y recluye a Connie en el Hotel Riviera con gastos pagados hasta que Marta Eugenia, que quiere seguir siendo revolucionaria, vuelve de Londres.
La bocana del puerto de La Habana ve salir el barco donde viaja Anna Veltfort, nacida en Alemania, criada en USA y graduada en la Universidad de La Habana con una tesis astuta sobre Eisenstein.
No hay alegría. Tampoco tristeza. Solo la melancolía acorazada de quien se reconoce derrotado y rumia su memoria habanera durante 45 años, cuando propone a Verbum publicar su desazón en forma de cómic, una genialidad porque los archivos cubanos están repletos de solemnidad y de blancos y negros.
Cuando uno cierra el libro, sigue escuchando a los estibadores habaneros gritar: Oye, rubia mámamela…
El cuartico está igualito, solo que la pobreza y la rabia también son para los revolucionarios, aunque quizá no alcance para todos.
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