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Si el jonrón es el orgasmo del béisbol y el pitcheo significa la suprema voz de autoridad, la defensa constituye el decorado de la casa. Cuando los guantes lo hacen mal, el conjunto se ve feo.
Así pues, el panorama del Nacional Sub-23 que recién comenzó no puede ser más espantoso: con apenas 16 juegos celebrados ya se habían cometido 62 errores, a razón de casi cuatro por partido. ¿Promedio general? Asómbrese: .949.
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Ningún choque ha terminado sin que los anotadores hagan alguna raya en la casilla de la E. Cienfuegos cometió seis pifias en su segundo match contra Matanzas. La Isla y Pinar hicieron esa misma cantidad el día inaugural. Hemos sido testigos de inofensivos elevados que llegaron a tierra, y de lentas rolatas que nadie capturó. Añádale a ese plato unas cuantas cucharadas soperas de errores mentales, y tendrá la receta perfecta para la indigestión.
¿A qué se debe tanto desatino? Ciertamente, hay de todo. Desde el pésimo estado de los terrenos de juego hasta la desconcentración de los atletas y, en un por ciento apreciable de los mismos, la carencia de suficiente calidad deportiva, porque el grifo ha dejado salir mucho talento.
Todo eso ha llenado de cicatrices el rostro de la naciente criatura. Los narradores desesperan a la espera de algún hecho encomiable, y el público sencillamente ha pedido la baja en las tribunas. No exagero: en los estadios hay más gente vinculada con el juego, que fanáticos.
Personalmente me bastó ver un encuentro para optar por no repetir esa experiencia. Parecía (y repito que no es desmesura) uno de esos encuentros de los campeonatos de softbol de la prensa donde los guantes dan la sensación de tener huecos y los jugadores lucen más empeñados en pasar el rato que en hacer las cosas bien. Es una pena.
De momento, una cosa la tengo muy clara: el error principal del Nacional Sub-23 está, precisamente, en transmitirlo por televisión.
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