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El técnico del FC Barcelona lo tiene muy claro: después del desastre ante la Roma en la vuelta de Champions, ganar la Copa del Rey este sábado significaría un poco de consuelo para una afición que todavía no ha superado el trago amargo.
“Perder la final sería un palo, en el Barça ganar es siempre obligatorio”, dijo el míster azulgrana, muy señalado por su pusilánime actitud en el naufragio del pasado diez de abril.
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Los catalanes llegarán al partido de hoy en el Wanda Metropolitano madrileño en busca de su trigésimo título copero, una cosecha muy contrastada con los cinco que acumula la tropa de Nervión. Dicho sea de paso, ambos conjuntos disputaron la final de 2016, que exigió de la prórroga para inclinar el triunfo para los culés con goles de Jordi Alba y Neymar.
Lo cierto es que ninguno de los dos equipos vive un momento óptimo. En el Barça se notan claros síntomas de fatiga física y relajamiento (la ventaja en La Liga ha sido lo suficientemente amplia como para distender mentalmente al grupo), mientras que los sevillanos han alardeado de inestabilidad, alternando partidos brillantes con actuaciones olvidables.
Más allá del alivio que significaría asegurar un doblete en la campaña, para los azulgranas el choque tiene un incentivo adicional, puesto que existen 99 posibilidades de 100 para que sea la última final que dirima con ese uniforme el gran Andrés Iniesta, cuya partida para el fútbol chino parece ser cosa de tiempo.
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