Me has dejado devastado. Deshecho. Derramado en tristeza. Destrozado y sumido en el más despiadado de los dolores del destierro, que ahora con descomunal pesar experimento.
Ya no te podré abrazar, más nunca.
Aunque sé que tampoco eras muy aficionada a ese tipo de afectos.
Y te confieso que ya me costaba un poco hacerlo, con extremo cuidado, debido a tu progresiva fragilidad, en la medida en que yo me hice más grande y fuerte.
Nunca volvieron esos apretones de niño, atrapado en tus vigorosos-amantes, brazos. Tocarte, fue adquiriendo, poco a poco, la precaución de asir porcelana.
Pero ya, ni siquiera, de eso tendré ocasión.
Ya no disfrutaré más de tus fabulosas torrejas – en las que eras toda una reconocida especialista – tu espesa sopa de plátanos – hecha con el esencial ingrediente qué, únicamente, aportaba tu ternura – tu babeante quimbombó – destilando infinito querer- el guiarme a degustar del sabor de una champola y tu incomparable guiso de maíz, qué, bien sabías, podía ser la perdición de mi paladar, acompañada por media tajada de aguacate, con un poco de sal y otra pizca de limón.
Tu cuerpo se fue. Para siempre. Y no sé, ni cómo, redactarte o tejerte estas palabras.
No atino a concentrarme, perdona.
Me duele hasta la más ínfima de las ideas.
Pero, como, orgulloso, hijo que soy tuyo, tengo que - POR FUERZA - reponerme.
Colocarme tu MALBERTI bien en alto.
Como me enseñaste.
Porque aferrarse a lo mejor, en medio de lo peor, es, precisamente, empezar a contribuir a que lo malo se enmiende.
Por eso quiero pensar que descansas- ¡al fin! - cómo tanto reclamaste y necesitabas.
Sin sufrir.
Ya habías penado suficiente – demasiado, desgarradoramente y MUY duro – durante buena parte de tu vida.
Y aunque no pudiste, jamás, recuperarte de la injusta pérdida de papi, del desgarrador final que tuvo Tata - mi tía Sarita, su única hermana – junto a mi prima Susy – su sola sobrina – o de Tita y Titi - mis abuelos, es decir, sus padres – y la separación de tu adorada - primera nieta Camila – sumada a la incertidumbre que te provocó mi partida; te creciste, como nadie, ante cada uno de esos crueles avatares, humana y profesionalmente.
Buscaste, continuamente, amparo en el continuo trabajo. Sólo el estar ocupada todo el tiempo te alejaba por esos momento de la aborrecible melancolía.
Y te erigiste, al mismo tiempo – para nosotros, tus hijos y para todo el resto de los que te necesitaran - en guía, faro, ejemplo, mapa, nudo, apoyo incondicional, oasis, refugio, confianza, cofradía, ternura, sostén y persistente valentía.
Tal y como me contó Jose, mi hermano menor, caíste al piso, sentada a la mesa.
¡Menos mal qué no fue duro el golpe!
Te aseguraste de hacerlo con un plato en la mano, que, al caer, rompiéndose en pedazos, avisó de tu inicial desmayo.
Y estuviste inconsciente desde ese momento.
¡Pobre de él, que tuvo que correr contigo, en esos, tus últimos instantes! Lo considero.
Yo no creo que lo hubiese soportado. Te lo hice saber en muchas conversaciones y hoy te lo aseguro.
Siempre me dijiste que querías morir así, de un golpe, imprevisto, súbito. Sin un largo o tortuoso, padecer. ¡Si te hubieras demorado una hora, te habría agarrado acostada y, quizás, hasta durmiendo!
A mí me alivia y aplaca, un poco, el pensar que te fuiste de esa manera. Me serena, en medio de tanto desconcierto.
Y el que, a tus ochenta y dos años, cumplidos en el mayo más reciente, después de vencer enormes batallas, contra las más desalmadas de las adversidades, continuáras ocupada, empeñada en seguir fundando sueños.
Estuviste en coma todo un día. Según los partes, mostrabas signos positivos, pero, el daño era irreversible y tremendo. De haberlo superado, habrías arrastrado una secuela demasiado lamentable. Sobre todo, para tu hiperquinética manera de ser, respirar y existir.
A la una y cuarenta y cinco de la madrugada, te fuiste definitivamente.
No lograste rebasar el severo derrame cerebral, que se llevó tu cuerpo, ya menudo, tu entrañable figura y tu bendita presencia.
Me acerco a La mamma morta, de la ópera Andrea Chernier, compuesta por Umberto Giordano, en medio de esta soledad colosal. En la voz, fantasmal, de la suprema María Callas. Pero, créeme; no hay arte, por excelso que sea, que pueda recoger esta descomunal proporción de dolor que causa tu deceso.
En el que no creo. Ni voy a hacerlo.
Por eso, en cuanto el llanto copioso amenaza anegarme, me enfundo rápido una trusa y me lanzo a la piscina, que, por suerte, ahora tengo en casa. Hasta lo más hondo me hundo, para ahogar, así, yo, a las lágrimas, en lugar de ellas, doblegarme.
Porque las penas, ni se inmutan, en estos casos, por supuesto. Y si las restriegas demasiado se convierten en llagas purulentas, mortíferas y poco edificantes. Que de todas maneras se me quedan impresas, tatuadas; marcando, para siempre, perpetuas, sempiternas, los cimientos del alma.
Cuando aún me albergaba cierta esperanza, desde tu terapia intensiva, Malú, la protagonista de, nuestra película, Viva Cuba, me escribió qué tú, habías sido, la persona que le había rizado el pelo, por vez primera, en su vida.
Es que mi madre ha sido la primera, en muchas cosas, para la vida de mucha gente – le contesté.
Dejas un legado, intenso, de amor en todos los niños y en todo aquel que, aún se aferre a su infancia.
Fueron cientos los que pasaron por tus cuidados, contactos, proyectos, consejos, manos, cariños desinteresados y tiernas atenciones.
Recuerdo a una niñita de cinco años - alumna tuya, durante estos últimos tiempos - parada, frente a la platea vacía, de un enorme escenario, antes de empezar el ensayo, de uno de los espectáculos, en los que te enfrascabas cada año, asombrada, exclamar - a toda voz - al despoblado lunetario: ¿Y todo este teatro, es para mí? Esa impresión a esa criaturita – pensé y los sigo haciendo - no se le olvidará jamás. Y tú se la regalaste. Como a tantas y a tantos otros, sembrándoles la simiente de futuros esfuerzos, sinsabores, alegrías y esenciales esperanzas.
A nadie hiciste daño. Adorabas esa Pedagogía, de la que eras graduada. Sobre todo, con niños, o adultos, discapacitados. Pero extendiste ese amor a cuanto ser se te plantara delante. Obsesionada en enseñar, desde pequeños, a ser seres humanos sensibles y sociables.
Hicimos obra en conjunto, recorrimos medio mundo, conocimos lugares increíbles y reímos, sin parar.
¿Te acuerdas cuando te hice probar relajarnos en un Coffee Shop en Ámsterdam? ¿De lo felices que fuimos en Roma, Buenos Aires, Nueva York, Guatemala y decenas de otros lugares?
O de cuando te empeñaste en vestir con un sari, para ir a la fiesta que ofrecía el sheik, durante el Festival Internacional de Cine de Dubai, se te antojó orinar y saliste del baño, disfrazada de tamal, mal envuelto, papel sanitario, o bulto de tela desordenado y con dos patas.
Nos enseñaste a cubrirnos, con un manto urgente de buen ánimo, ante cualquier desdicha o aciaga desesperanza.
¡Me puedo morir contenta! – me repetías, a cada rato, como satisfecha.
Ocultando, siempre, tu constante angustia, por los más mínimos detalles. Ocurridos o por venir.
Pero a mí no me engañas. Somos iguales. Tal para cual.
Yo soy Iraida Malberti Cabrera corregida y aumentada.
Únicamente, en lo de ser un coreógrafo frustrado, no te me parezco.
Tu mano estuvo a mi lado, entrelazada - todo el tiempo que pudiste, o te dejaron - durante mi larga convalecencia, cuando, casi, muero en París. De dónde le dicen a otros que vienen las cigüeñascon los recién nacidos. Pero tú, al frente de mis hermanos, me fuiste a rescatar y obligaste a renacer.
Te hubiera seguido detrás. Pues no hubiese soportado el que te fueras primero – me advertiste.
Mi entero optimismo proviene, pletórico, saturado, por tu modo de ser.
Y conmigo se queda.
Aunque el vacío que me dejas es, proporcionalmente inmenso.
¡Todo va a estar bien! - solías escribirme, en cada uno de tus mensajes. A los que no me atrevo, ni siquiera, a asomarme, otra vez. Pero conservaré, por supuesto. Y le he propuesto a mis hermanos - y a tu adorada Camila – que conservemos tu dirección de correo electrónico. Y te escribamos, siempre, con copia. Para que estés presente, en nuestras conversaciones.
¡Como vas al paraíso es seguro que te agenciarás de Internet y, seguro, un día de estos nos respondes!
¡No hay mal que por bien no venga! y ¡Todo lo que sucede, conviene! son lemas que cultivaste, con esmerada vehemencia, en toda la familia.
Por eso, se nos antoja, que con tu partida, a pocas horas del cumpleaños noventa y dos de papi, no soportaste más su ausencia. Y aprovechaste para, finalmente, ir a acompañarle.
Varias señales dejaste para mitigarnos el desconsuelo de tu ida involuntaria.
Me cuentan que no solías besar a todas tus alumnas después de tus clases de ballet.
Decías que los niños no deberían estar pegados a las arrugas. Y mucho menos, cuando están sudados.
Porque la vejez, si la dejan, se pega.
Tampoco eras, en verdad, muy aficionada a los besos.
Quizás, desde que la suerte te condenara, injusta y abruptamente, a perder los más amados, en los labios de papi.
Pero en esa funesta tarde, te despediste, con un beso, de todas y de cada uno de tus estudiantes.
¿…?
Habíamos conversado, unos días antes.
Por fin nos vimos, luego de más de dos largos años. A través del teléfono, de una amiga tuya, en Varadero. Llamabas desde allí. Donde te habían llevado, a pasar el día.
Y no entendías mucho, se te notaba en la cara, eso de vernos, a través de una pantalla, tan pequeña.
No te llevabas, muy bien, con la tecnología. Pero, se te veía contenta.
Disculpa si, primero, me llamaste, exactamente en el momento, en que yo le pagaba a la cajera de un supermercado. Por eso te pedí que me devolvieras la llamada en quince minutos. Por suerte lo hiciste en veinte. Cuando ya almorzábamos en un, pésimo y seco, restaurante hindú de Miami. Y te presenté a mi novio. Chapurreaste, un poco, tu básico inglés. Y me pediste, en relajo, que le preguntara por un viejo, rico y lindo, para salir contigo.
Fue tu primera, tu única y tu última llamada, de esa manera. Viéndonos.
Te habías comprado un móvil nuevo, para llamarme - cada vez que pudieras - desde la esquina de 23 y P, donde hay wifi, cerca de tu trabajo. Habías recibido el pequeño paquetico, con unas pocas medicinas y, sobre todo, tus crucigramas de costumbre, que te había podido enviar, con un amigo, hacía unos días.
Todos sabíamos que eras fanática de la revista española, que se llama Cábala. Que rellenabas crucigramas, una y otra vez. Con lápiz. Para poderlos borrar. Y volver a completarlos, de nuevo. Tenías tantos ejemplares, qué, tu cama descansa, sobre montones de ellos.
Encima de tu sobrecama - y por todas las paredes de tu cuarto – te acompañó una enorme colección de muñecas, traídas de, casi todas, las partes del mundo. Junto a tus muchos trofeos, retratos de infancia y premios.
No parabas de pensar. Eso debe haber provocado que tu cerebro estallara. Desde hace mucho tiempo, te quejabas de que no dormías muy bien. Profundamente; pero, sólo a ratos. Con la televisión encendida. Para no tener que prenderla otra vez. Y quedarte dormida, enseguida, de nuevo, otra vez.
No dejaste de ocuparte hasta el último día.
Un poco de velorio, en horarios tempranos, para que se reúna la farándula, e, inmediatamente, ser cremada, era tu deseo. ¡Y lo conseguiste también!
Propondré a mis hermanos, lo que me hiciste saber, en repetidas conversaciones.
Lo que queríamos para ambos.
¡Y qué, ojalá tenga también yo cuando me toque!
Lanzar las cenizas al mar. Para que te encuentres con papi, qué, descansa, también, al vaivén, de las olas del Caribe. Allá, en la desembocadura del rio Almendares. Justo, donde se arruina una glorieta moribunda, detrás del actual restaurante 1830. En el medio de una fiesta infantil, donde todos sean invitados a vestir algo, o completamente, de blanco. Y haya mucha alegría en el aire.
Intento, tal cual, agradezco - intensa e infinitamente – responder a la enorme avalancha de mensajes de condolencia, que me mandan. Pero, el copioso llanto me nubla, me inunda y me ciega, perdona. Las yemas de los dedos, de tanto teclear, me arden.
Tú y yo éramos muy unidos.
No sé si resista.
Pero debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo, debo.
En tu memoria.
Atendiendo a tu voluntad.
¡Chao, mami!
Nos vemos pronto.
Allá
Donde sea.
En la eternidad.
Tu hijo que te adora
Juanqui
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