Cubanos de la Isla: por favor, paren de cruzar fronteras

Asomarse a la frontera estadounidense es tan mala decisión para los cubanos en la actualidad, que hay que comenzar a crear conciencia sobre la magnitud real del problema: no vale la pena. Lo pierden todo en Cuba, no encuentran cabida acá en el sistema. Están por primera vez verdaderamente solos.

Cubanos en Guatemala, rumbo a Estados Unidos. © Blog "Guatemala MiraMundo"
Cubanos en Guatemala, rumbo a Estados Unidos. Foto © Blog "Guatemala MiraMundo"

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Este artículo es de hace 5 años

Que se los digan sus familiares. Que se los supliquen, si funciona mejor. Que todos empecemos a correr la voz, empezando por ti mismo, acucioso lector. Ya no está la justificación de la incomunicación: es el siglo XXI, en Lawton puede no haber agua pero hay Wifi, en Holguín no hay harina para el pan pero hay acceso a Facebook. Tenemos maneras de detener por un momento esta locura.

Díganles así: “No intentes venir ya. La frontera americana y todas las fronteras se cerraron de una vez por todas”. Tenemos maneras menos crueles de decirles, pero no más eficaces. Ni más honestas.


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Porque los cubanos de la Isla necesitan entender de una vez por todas que la válvula de escape finalmente se taponó. Y este escrito no va para analizar si fue justo o no que la Administración Obama destruyera de un plumazo la única vía de escape que tuvimos durante estas décadas de locura, o si es honorable o no que la Administración Trump cancele visados de 5 años, desinfle embajadas, y tampoco restituya (a pesar de poder hacerlo) aquella “Pies secos, pies mojados” cuya muerte todavía se llora en la isla. Hoy más que nunca.

Como nunca antes, los cubanos pasamos de privilegiados a apestados. Es duro. Sobre todo, porque no hubo pasos intermedios. Hoy no tenemos ni el respaldo del gobierno de nuestro país, ni de las organizaciones internacionales, ni la empatía o la solidaridad férrea de nuestro aliado de toda la vida. Los cubanos solo hemos tenido en estos sesenta años de totalitarismo un aliado: Estados Unidos. Uno solo. Nosotros, los cubanos sin gobierno ni embajadas ni Constitución, hemos sentido en carne propia el escarnio de ser los enemigos de nuestro propio gobierno: ningún otro país nos ha querido por mucho tiempo.

Así pasa que las caravanas centroamericanas que cruzan fronteras cada día en busca de alimento para sus estómagos y seguridad para sus niños, gozan al menos con la simpatía de una izquierda universal que cuando toca hablar de los cubanos que huyen, que cruzan a pie el continente como Moisés fatigando el desierto, hacen un mutis displicente.

Convenzámonos de una puñetera vez: la dictadura cubana nos ganó la batalla de las relaciones públicas. Ha logrado venderse como la victima universal y en consecuencia quienes huimos de ella, o quienes vivimos fuera de ella, somos prescindibles para las causas humanitarias. Prescindibles en el mejor de los casos.

Y en los puestos fronterizos colombianos, costarricenses, panameños, mexicanos, nos esquilman y nos abusan, saben que somos desterrados, muertos sin un gobierno doliente, sin un país que nos respalde ni nos llore ni se vaya a la guerra por nosotros. Que nadie lo olvide: los cubanos exiliados somos de los pocos seres en este planeta cuyas embajadas, en cualquier ciudad del mundo, no nos sirven de refugio sino de paredón. Allí no podemos acudir a encontrar nada que no sea desprecio.

Pero teníamos a los gringos con nosotros. A sus leyes. Sus decretos. Teníamos un mar que nos abría las puertas de América siempre que lográramos escapar de las dentelladas de tiburones. Teníamos una frontera enorme por la cual saludar y entrar en casa. El resto de los países podía comerse sus bondades: con guacamole, o pico de gallo, o pupusas. Si América nos recibía, soportábamos las humillaciones del resto. Un poco de resentimiento había de fondo, quizás.

Pero eso ya no más. No existe. ¿Cuánto dolor, prisión, deportación se requiere para que un ser humano acepte la inevitabilidad del cambio? La resistencia a lo novedoso estuvo escrita siempre en el ADN del ser humano, pero esto va pasando de castaño oscuro.

Desde que “Pies secos, pies mojados” dejó de hacer legales las entradas de cubanos fueran por la vía que fueran, no han dejado de salir grupos de la Isla. No es un éxodo colosal como el que hubo en 2016, por ejemplo, pero no ha terminado de detenerse y para espanto de quienes vemos el resultado del lado de acá, en los últimos meses ha terminado por ganar músculo.

Es imprescindible que entiendan esto: quienes -como yo- lograron escapar de la opresión y la desesperanza 'socialistoide', daríamos cualquier cosa porque todos lo pudieran lograr también. Al menos los que no tenemos odios coagulados dentro, ni resentimientos ni vendettas contra otros que también buscan pan, oxígeno y libertad.

Pero no podemos por ello mirar impasibles la aberración que durante todo 2018 y este 2019 se ha entronizado como práctica estándar. Este es, grosso modo, el destino de los cubanos que salgan del país hoy de manera clandestina con destino a la frontera mexicanoamericana:

La pregunta no es si ocurrirá, sino dónde ocurrirá. En qué país intermedio intentarán frenarles el impulso. Puede sucederles en Colombia, como terriblemente supo Lázaro Miguel Gutiérrez, hoy y desde hace meses ya residente de Pinar del Río otra vez. Puede sucederles en Panamá, cuyo aeropuerto y cuya bárbara falta de humanidad jamás olvidará Yaíma Millares Cuesta. O puede pasarles en un zulo mexicano como los que hoy habitan cientos de cubanos en Tapachula.

Es casi imposible de evadir: todos esos países tienen acuerdos con Estados Unidos de frenar el flujo humano rumbo al sistema americano. Y maltratar y deportar a un cubano que huía de la isla tiene mérito doble: cumplir con la política actual de Seguridad Nacional estadounidense, y lanzarle un hueso adorable a la tiranía de Castro / Díaz-Canel. Quedar bien con Dios y con el Diablo.

Pero existe el margen de escapatoria. Existe la opción de presentarse en la frontera por Laredo, o Matamoros, o El Paso, los más concurridos y conocidos puntos fronterizos de entrada. Ya son casi 7 mil cubanos en los últimos 7 meses, una barbaridad. El problema es que antes ahí se acababa el problema. Vaya si conocerán esos puestos de lágrimas de cubanos emocionados que sabían que ahí, justo en esa división imaginaria entre una nación y otra, le entregaban algo por lo que otros tantos mueren todos los días en el mundo: derechos.

Eso, antes de enero de 2017.

Los mismos oficiales bilingües que en la frontera retenían lo menos posible a los cubanos hoy tienen órdenes de procesarlos con un rigor doble. Las denuncias de que son los cubanos los menos favorecidos en filas, en orden de procesamientos, son demasiadas como para hacerles oídos sordos. Y luego, bueno, luego viene la detención durante meses enteros, y casi siempre con un destino final que solo un puñado de elegidos logra esquivar: la deportación.

Porque mis coterráneos, los cubanos para quienes escribo esto, no terminan de entender que ser un asilado político, recibir la categoría de asilado o de refugiado, implica mucho, demasiado más que decir, sencillamente “A mí me sofocaban en el trabajo allá”.

Quienes pretenden pasar la entrevista del miedo creíble sobre la base de falta de futuro, de falta de alimentos, de aspiraciones de mejoría, saben las consecuencias del error: les es negado. Quienes consiguen superar esa barrera del miedo creíble suelen cantar victoria antes de tiempo. Los aviones suelen despegar del sur de Florida, silenciosos, con veinte o treinta deportados mensuales, en cuyos bolsillos casi siempre van sus “miedos creíbles” aprobados.

Hemos explicado que es apenas un primer paso. Y que la probabilidad de lograr el Asilo Político es extremadamente baja por las pruebas que requiere: una montaña sólida e irrefutable de argumentos que demuestren la persecución por motivos de índole política, religiosa o étnica. Esa preparación la tienen que hacer desde el mismo centro de detención en la mayoría de los casos. Es la política que se sigue hoy: no dejarlos en libertad para preparar sus juicios. En efecto, casi una manera de condenarlos a la deportación de antemano.

Pero entre el momento en que pisan suelo americano y van a un helado campamento para inmigrantes indocumentados, y la mañana o la noche en que, para bien o para mal, los devuelven en un avión a la isla cubana, pueden pasar hasta ocho, nueve meses de aislamiento total. De frío, carencias, desesperanza. Suicidios. Locura. Depresión. Que el centro de Pine Prairie, en Louisiana, conoce muy bien de esto que relato. Y demasiados cubanos víctimas también.

¿Pero qué le sucede a un mexicano deportado de vuelta a Tijuana, de vuelta a Juárez? Pues nada diferente a lo que enfrentó antes de querer emigrar al norte. No hay represalias particulares.

¿Qué enfrenta un cubano deportado? El calvario más intangible, vaporoso, invisible pero aplastante, que pueda soportar ciudadano alguno. La sensación de sobrar en su propio país, de estar perseguido, vigilado. A veces deben enfrentar allá mismo el peso de sus declaraciones para superar la entrevista de miedo creíble: hemos tenido denuncias de cómo la (in)Seguridad del Estado sabe en detalle sus declaraciones para probar que tenían miedo a ser regresados a Cuba. Un calvario, sobre la humillación de ser expulsado de Estados Unidos.

Y encima muchos lo perdieron todo. Lo vendieron. Pusieron en dinero contante y sonante todo aquello por lo que trabajaron toda la vida. Unos ahorros que les sirvieron para ciertos pasajes, ciertos sobornos, y poco más. De regreso a Cuba deben enfrentar el monstruo de empezar de cero en un país detenido en el tiempo.

La pregunta es, entonces: ¿Vale la pena arriesgar tanto, arriesgar todo, por intentar alcanzar una orilla donde ya no hay cobija, comida y derechos, sino prisión, espera y regreso? La respuesta es categórica: no.

Los balseros de hasta 2017 desafiaban las inclemencias del mar, las olas de pesadilla, los tiburones entrenados por el éxodo para comer en zona abundante del Estrecho, pero sabían que al otro lado les aguardaba la esperanza. El abrigo. ¿Pero y qué tal hipotecar la vida propia para arribar a un suelo donde ya no existe la misma protección de antes?

Sí, queridos míos, con algo de dolor y de amargura: los cubanos tienen que parar de venir por fronteras. Los puentes levadizos del castillo se fueron levantando uno a uno, ante sus narices y con la complicidad de congresistas y senadores cubanoamericanos, hasta llegar a donde estamos hoy: nunca estas 90 millas fueron tan verdaderamente distantes. Semiótica en estado puro.

Mientras esto sucede, una comunidad ha sido estafada. A la comunidad cubanoamericana le han llevado la cartera y aún no lo nota. Los mismos representantes federales que hicieron carrera sobre el dolor y los muertos, sobre el nombre de las víctimas del castrismo, han serruchado los puentes, destruido los refugios, olvidado los abrazos.

Aún estoy a la espera de que Mario Díaz-Balart o su hermano Lincoln, congresista y excongresista respectivamente, digan la primera palabra cálida o solidaria para los miles de cubanos que salieron huyendo (como los propios padres de los hermanos congresistas) de una dictadura que, hasta donde yo sé, no se ha venido abajo todavía. Solo que de repente los cubanos que huyen de ella dejaron de ser considerados prioritarios para ciertos votos cada dos o cuatro años. Ya no cortan tanto bacalao. Qué se pudran.

Así que tú diles que paren la locura. Hazlo, por favor. No más prisiones, secuestros, golpes, huelgas de hambre, pérdidas de casas o autos, no más regresos para recibir incluso peores maltratos, para sufrir las consecuencias de haber querido ser libres y fallar en el intento.

Hoy, dejó de valer la pena. Así de simple. América cerró sus generosos brazos y nadie sabe si los vuelva a abrir para los cubanos alguna vez.

Y si no te pesa mucho, si no fuera mucho pedir, ayúdame a decirles a todos esos que queremos, que ya no queda opción. Que todo parece indicar que no hay más escondrijos o trillos de escape. Que ya las válvulas se explotaron. Que nadie hará por ellos, lo que ellos mismos no sepan hacer. Es descorazonador, o digno. Depende del cristal con que se mire.

Hoy es menos arriesgado y tiene mejor pronóstico poner todo el dinero, las ideas y el empeño en reclamar allí dentro las mejorías que hace tanto que nos deben, que ejecutar la fuga que durante tantas décadas se nos dio tan bien.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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