Tres lecciones que nos deja Puerto Rico a los cubanos

Mientras Cuba transmite ahora mismo por Facebook Live las multitudes con cencerros que corean a Fidel, a Raúl, y a cuanta desgracia le tocó sufrirse en más de medio siglo, Puerto Rico baila porque el empecinamiento de Ricky Roselló pudo menos que el de Ricky Martin.

Puertorriqueños celebran la dimisión de Ricardo Roselló © REUTERS/ Marco Bello
Puertorriqueños celebran la dimisión de Ricardo Roselló Foto © REUTERS/ Marco Bello

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Este artículo es de hace 5 años

Las dos alas del pájaro revolotean ahora mismo, inquietas y festivas. Puerto Rico y Cuba, en este preciso instante, están de fiesta. Borinquen porque ha probado su músculo democrático y ha pateado por el trasero al gobernador que le irrespetó. Cuba, por el 26 de Julio.

Yo quisiera no pensar en esto, pero es como el clima -según la famosa metáfora de Ludwig von Mises sobre la política-, que no importa cuánto te desintereses de él, cuando salgas a la calle él te va a golpear.


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Las comparaciones me son odiosas pero inevitables.

Cuando la Lola Rodríguez de Tió inmortalizó en el siglo XIX a ambas islas en su célebre poema, debió sentir lo mismo que sentí yo ciento diez años más tarde cuando visité su isla. El Viejo San Juan me perturbó en su parecido surrealista con La Habana, en una versión pequeñita. Era una maqueta perfecta de la capital cubana, con sus mismos olores, ambientes, influjos, arquitecturas y músicas.

Por eso el ejemplo de Puerto Rico por estos días nos descoloca un poco a los cubanos que hemos perdido la fe. El triunfo avasallador de la voz popular nos zumba dentro como un insecto persistente: nos genera una envidia sana y dolorosa.

A mí me gustaría no entrar en equivalencias impertinentes, pero mi Facebook está tomado por asalto, ahora mismo, con imágenes de mis familiares, amigos, conocidos, enemigos camuflados, exvecinos, que allá en el Bayamo en que nací celebran o padecen ahora mismo ese adefesio bautizado como “Día de la Rebeldía Nacional”, un jolgorio anual donde el pueblo cubano parrandea en honor a una fecha donde ciertos apandillados intentaron asaltar dos cuarteles militares y acabaron muertos o presos.

Lo único destacable en el episodio, es justo lo que se olvida en el carnavaleo orientado: recordar que aquella dictadura batistiana, la suma de todas las crueldades posibles según la historia que nos contaron, apenas hizo pagar a Fidel Castro dos años de cárcel antes de amnistiarlo. Dos años, por asaltar dos cuarteles. Por quedarse a vivir en Sudamérica, Fidel Castro haría pagar ocho años de destierro a sus súbditos, algunas décadas después.

Y mientras Cuba transmite ahora mismo por Facebook Live las multitudes con cencerros que corean a Fidel, a Raúl, y a cuanta desgracia le tocó sufrirse en más de medio siglo, Puerto Rico baila porque el empecinamiento de Ricky Rosselló pudo menos que el de Ricky Martin. Cuestión de prioridades, que le dicen.

Y ya puestos, Puerto Rico nos deja tres enseñanzas a los cubanos. A los de ambas orillas, incluso.

La primera enseñanza: el pretexto del baile y la comparsa expiró hace mucho. Nadie puede justificar su vocación de vasallo con aquello de la idiosincrasia, la fiesta y la risa. Los cubanos no son más fiesteros que los boricuas. Aquí las dos alas bailotean al mismo nivel. De hecho, si me presionan, yo pongo mi apuesta por los del Encanto: los carnavales en Cuba van de pueblo en pueblo, pero una vez por año. En San Juan me di de bruces con la plaza de Santurce, un área de multitudes asfixiantes que se dan cita de viernes a domingo, cada semana, a hacer lo mismo que hacen los cubanos solo en carnavales. Remarco que todo, lo mismo. Y en iguales proporciones de sudor, culos al aire, alcohol, violencia y amor.

Solo que los gozadores boricuas han detenido por poquitas semanas la fiesta, y han destinado esas mismas energías a reclamar ser escuchados. Más aún: han seguido bailando, pero al ritmo de “Ricky, renuncia”. Son unos cracks, han patentado el reggaetón político más eficaz de la historia.

La segunda enseñanza va para los artistas cubanos: la excusa del yo vivo de viaje, el pretexto de yo solo hago bailar a mi pueblo, caducó junto con el punto anterior. Yomil Hidalgo no viaja más que Bad Bunny. Ricky Martin se mudó a Los Ángeles cuando Jacob Forever sostenía en la manita una maruga, no un micrófono.

Ni Bad Bunny ni Ricky Martin creyeron que podían escudarse en sus carreras internacionales para fingir que no sabían lo que ocurría en su isla. Al contrario. Precisamente porque ambos, y René Pérez, y Olga Tañón, y la India, y hasta un Marc Anthony que -para los desmemoriados- nació en Nueva York y no en Puerto Rico, justamente porque todos ellos fueron conscientes de su relevancia internacional, se sintieron obligados a saber lo que había ocurrido con aquel Telegramgate de Rosselló y compañía, y se sintieron comprometidos con el sentir de un pueblo que conocen demasiado bien.

Cuando un artista cubano enseñe su pasaporte con muchas visas como escudo para no saber, ay, lo que pasa en su isla, habrá que contarle pasarle el teléfono de Ricky Martin. Que este le cuente el secreto de ser famoso y estar enterado, a la misma vez.

La tercera enseñanza va para nosotros, los cubanos de fuera: está prohibido parar de creer. Hace una semana los boricuas de Orlando, del Bronx y de Barcelona levantaban sus pancartas en ciudades donde costaba trabajo pronunciar el apellido Rosselló. Ya me dirás tú conocerlo. Ellos hicieron los suyo: no quedarse callados. Si sus hermanos bailoteaban frente al palacio de gobernación en San Juan, ellos bailoteaban donde les había sorprendido la vida. Y exigían ser tomados en cuenta, no importaba cuán imperturbable pareciera Ricky el Renunciante en sus alocuciones a la nación. Intuitivamente, el país más parecido a Cuba que los ojos humanos de Colón jamás hubieran visto, supo que era inaceptable hacer silencio cuando los poderosos se creyeran por encima de la decencia y el honor.

A quienes el pesimismo suele ganarnos la partida, conviene recordarnos de vez en vez que no importa cuán decidido a ignorarnos parece estar algún poderoso. Siempre nuestra voz le jode un poco el sueño. Y en consecuencia, resignarnos a la injusticia no puede ser una opción para quienes logramos mirar mejor desde afuera las cosas como en verdad son.

Resignarnos a la injusticia no puede ser una opción para quienes logramos mirar mejor desde afuera las cosas como en verdad son

Aunque esa desesperanza por momentos nos recuerde, a los de afuera, el absurdo de la comparación. Porque los boricuas enfrentaban a un puñado de ineptos irrespetuosos, y nosotros enfrentamos a los pretorianos de una dictadura. Porque los boricuas denunciaron sus penas durante tres semanas, y nosotros denunciamos las nuestras durante sesenta años. Porque Rosselló era siervo y no amo, y se debía un estado libre asociado cuyas reglas del juego son las mismas que rigen a la nación más poderosa del planeta: si la cagas, la pagas. Que se lo cuenten a Richard Nixon, si no.

Todo eso es muy cierto. Pero cuando Ricky Rosselló sople la vela y entregue la llave el próximo viernes 2 de agosto, los boricuas nos dejarán el mismo humo hermoso y contagioso que les dejamos nosotros hace un siglo y medio, cuando nuestra Guerra del '68 deslumbró a los patriotas de la Isla del Encanto.

Aunque todo haya cambiado tanto que hoy sea un ala del pájaro la que celebra su fuerza cívica contra corruptos y equivocados, mientras la otra recita consignas por el 26 de Julio.

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Ernesto Morales

Periodista de CiberCuba


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