Este jueves La Habana entrará en la espiral de precios topados que ya se ha implementado en otras provincias del país con notable éxito. Para la total destrucción de una economía en ruinas, claro está. Ahí radica el único éxito que emana desde las altas esferas del poder cubano. Empeorar lo que ya andaba mal.
Para Miguel Díaz-Canel y su séquito de militares y burócratas, el crecimiento de la economía cubana pasa por políticas tan novedosas como subir de golpe el salario obrero y regular los precios de los productos en el sector privado, el mismo al que, por cierto, no escatima en culpar de los más variados males que puedan aquejar a la sociedad.
No es pionero en esto, hay que decirlo. Por el contrario, recordemos, él solo es continuidad. Pobrecillo. Los hermanos que le antecedieron culparon a los “cuentapropistas” de todo cada vez que debían darle al bloqueo un diez, un respiro. El propio apelativo de cuentapropista es una taimada manera de negarle la dignidad del empresario privado.
Ahora la cúpula iluminada cubana encuentra el Santo Grial de la prosperidad económica: fijar con mano de hierro los precios para ese sector “no estatal” (la otra perla eufemística cubana). Establecer por decreto, desde un buró, lo que en una sociedad próspera le corresponde siempre al mercado, y que bajo los totalitarismos termina convertido siempre en un capricho de economistas nunca destacados por su brillantez.
Durante el primer cuatrimestre de este año, 60 mil 596 cubanos entregaron las licencias que les acreditaban como trabajadores por cuenta propia. La estadística es del Ministerio de Trabajo y Seguridad Social de Cuba. Con la entrada en vigor de medidas cada vez más asfixiantes para la generación de riquezas, no es de extrañarse si este segundo cuatrimestre bate esa cifra por goleada.
Quien dude de la precariedad intelectual que sufre el poder cubano en materia económica debería remitirse a un reciente libelo acusador publicado por Cubadebate -quién si no- donde se fustigaba a los “particulares” por la escasez de cerveza que sufre un país en perpetuo agosto. Y por lo cara que cuesta.
La articulista -es un decir- se quejaba amargamente porque no se resolvía de una vez por todas la problemática, esta es: hacer cumplir la normativa de dos cajas de cerveza por persona en los establecimientos estatales del país. Según ella, la raíz del mal eran los acaparadores que vaciaban los anaqueles proletarios para lucrar por su cuenta.
Se me ha quedado la mano temblando de teclear esa última oración.
Porque yo me niego a aceptar que la idiotización de mi país sea una gangrena intratable. Si la articulista del estrellato etílico no tiene ni idea de cómo se genera riqueza en un país para que haya cerveza hasta ahogarse en ella, yo puedo citar a diez de mis amigos o conocidos que sí la tienen. Solo que esos no encuentran espacio de publicación en Cubadebate porque sus ideas van contra los intereses de los Bucaneros que se empeñan en naufragar el islote nacional.
Esos, los de las ideas, son los perseguidos por una red avispa doméstica de inspectores, chivatientes aficionados, grises funcionarios de innobles funciones, que mordisquean los tobillos de sus negocios para amputar cualquier exceso de creatividad que resulte en éxito. En plata contante y sonante.
Subir los salarios en Cuba fue el trompetazo final de una crisis anunciada. El entusiasmo de los cubanos ante el anuncio me llevó, con perdón de la anécdota, a recordar mi entusiasmo infantil cuando escuché por primera vez el término Período Especial. Yo tenía 6 años en el ´90, en la escuela me habían enseñado a darle a “especial” una connotación generalmente positiva. Así, con el mismo entusiasmo derivado de la ignorancia, he visto las celebraciones en la isla por un aumento que es más bien síntoma de tragedia.
Porque aunque Cuba y sus mandamases se lo crean, el país no funciona al margen de ciertas leyes y principios universales. Que si la Gravedad, que si la relación precios-salarios-inflación, cosillas por el estilo, digamos.
En la Economía más elemental, las subidas drásticas de salarios solo significan una cosa: inflación. La moneda ha perdido valor, los precios de las cosas se disparan y en consecuencia el aumento de salarios no es síntoma de bonanza sino de desesperación. Los venezolanos, con la mayor inflación del planeta, ganan sumas mensuales que dan risa o espanto. Son millones de bolívares con tanto valor como el papel pintado.
En Cuba, los precios fueron en aumento durante los últimos dos años de manera estrepitosa. El final paulatino pero verificable del subsidio venezolano, el golpe brutal que representó la pérdida de ingresos por Mais Médicos en Brasil, y las sanciones implementadas por la Administración Trump han presentado un desafío para la cómoda cerrazón del aparato cubano que ha respondido, como no podía ser de otra forma, con la vieja confiable: la plaza sitiada.
Más regulaciones, control y atrincheramiento. De ahí esos precios dignos de memes que inundan las vitrinas cubanas. De ahí, también, el aumento del 68% del salario promedio para para la mitad de los empleados del sector estatal, un puñetazo sobre la mesa con mucho de populismo y mucho más de engaño y desesperación.
El aumento es nominal, no real. Ambas categorías se aplican a los salarios en la Economía para entender el verdadero alcance de medidas como la anunciada por Díaz-Canel el pasado 28 de junio. Y en este caso solo puede implicar una vuelta a los tiempos en que había más dinero que bienes para comprar con él. ¿Les suena?
No por gusto el discursito estratégico de considerar al Período Especial como un “espacio de creación colectiva”. Ni vaselina están usando, porque tampoco hay.
¿Cuán terrible se presenta el futuro inmediato para los cubanos? Mucho. Tanto como el pueblo aguerrido esté dispuesto a soportar. Exigiéndole la restitución de privilegios migratorios a Trump, me temo que la cosa pinta de horror para los nuestros de allá. Si para eso se preparan internamente los cubanos, que Dios, Obatalá o la Virgencita les coja confesados.
Los misterios no existen en estas materias. Las fórmulas probadas son simples de aprender. Difícil es aplicarlas cuando no hay voluntad de variar las condiciones bajo las que se rige a una sociedad. Sobre todo, cuando el plato de comida propio no depende de esos cambios drásticos. Uno de los padres del pensamiento liberal del siglo XX, Ludwig von Mises, advertía que siempre que se intente convencer a un burócrata de una idea de cuyo éxito no saldrá beneficiado él mismo en primer lugar, se estará condenado al fracaso.
Durante la campaña que llevó a Bill Clinton a la presidencia en 1992, su asesor y estratega James Carville inmortalizó una línea de pensamiento sobre la cual debía atacar Clinton a Bush padre: “Es la economía, estúpido”. Era el exabrupto más humano y espontáneo ante la obviedad de las cosas. Las personas quieren vivir bien, y para ello hace falta que la economía del país tenga buena su salud.
No es más regulación, más salarios con más impuestos, lo que necesita Cuba. No es una diatriba televisada, un sistema de chivatería modernizada o una Constitución que fije como obligatorio el bienestar de los cubanos, como se fija el precio de cervezas o de un viaje en almendrón. Que alguien le susurre a Miguel Díaz-Canel, al oído: “Es la economía, estúpido”.
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